Miguel y Lucía: un testimonio maravilloso de vida

Miguel y Lucía, un matrimonio cuya historia le roba el aliento a cualquiera. Escucho las palabras con las que empieza este video y no puedo evitar sentir escalofríos.

Esa sensación de felicidad y gratitud porque todo va bien y de pronto ese aguijón en el corazón que me advierte, que me dice que, en este mundo vendrán pruebas, que no todo siempre va a ser bonanza.

Es una sensación conocida, a la que le he temido toda la vida, sobre todo desde que soy madre.

¿De dónde viene esa fuerza?

Ese amor que realmente es capaz de amar en la salud y sobre todo en la enfermedad, ¿viene de uno mismo? Yo me considero incapaz, busco dentro de mí y no encuentro esa fuerza.

Yo no quiero la cruz, el dolor me aterra. Me da pena y a la vez vergüenza reconocerlo, más aún frente al Señor. Pero creo que en este camino, es necesario aceptarlo.

Aceptarlo frente a mí misma, porque al Señor no le puedo ocultar nada. Puedo ocultar la verdad de mí misma a los demás, incluso me la puedo ocultar a mí, pero a Él nunca. Más vale sincerarme. 

La historia de esta familia, retumba en mi corazón

Comprendo que cada familia es única, irrepetible en su historia, y a la vez compartimos tantas similitudes. Me gusta pensar que incluso ahí vivimos esa dimensión comunitaria del amor de Dios.

Un amor que no solo se vive con el prójimo de uno a uno, sino también como grupo humano. Vivimos el amor de Dios con nuestro círculo de amigos, con las familias que conocemos (y las que no también), con nuestra comunidad religiosa, en fin. 

Es hermoso sentirse acompañado por Dios, bendecido con su dones. Poder decir que si todo acabara en este mismo instante no habría nada más en el corazón que agradecimiento.

En momentos así, es tan natural querer dar la vida entera a Dios. Cuando todo va bien, el amor fluye como el agua de un río caudaloso.

¿Seré capaz de amar en el momento de la prueba?

Lo he pensado mucho y durante muchos años. Y la respuesta sigue siendo no. Mis capacidades humanas no me lo permitirían jamás. Ver a mis hijos enfermos, sufrir, morir, de solo pensarlo me estremezco. 

Ese amor fuerte, incondicional, fiel, exclusivo, que lo puede todo, que lo entrega todo, que lo perdona todo, no podría venir solo del hombre, es demasiado grande y yo tan pequeña.

He detenido varias veces el video y me he quedado mirando los ojos de esta esposa, Lucía, la voz le tiembla y el dolor grande se siente.

Y aún así responde con tanta seguridad y ¡alegría! Su objetivo en la vida es hacer feliz a aquel que ama, a su esposo. Sin importar en qué condiciones se encuentre ahora, ella eligió amarlo para siempre sin importar nada.

¡Qué amor enorme!

Y creo que se hace más grande porque no es un amor solo, es uno que encuentra eco.

«Creo que la clave está en pensar en el otro y no en lo que me aporta a mí. Por eso ella se vuelca en mí y yo en hacerle esto lo más amable posible. No es fácil, pero luchamos por ese objetivo».

Miguel y Lucía pareciera que tienen un mismo corazón, que vivieran en la misma sintonía.

Comprender que la enfermedad como un camino de aprendizaje y crecimiento ni siquiera para él, sino para su familia…

No sé si estén de acuerdo conmigo, pero ¡esas palabras están llenas del Espíritu Santo! Miguel no se está esforzando por evitarles el dolor, coopera en que la situación sea lo más llevadera posible, pero no niega el dolor, sino que se esfuerza por no perder de vista el sentido.

El amor de Miguel y Lucía, esa entrega total del uno para el otro en la salud y ¡evidentemente en la enfermedad! tiene que ser producto de la gracia de Dios.

Dos personas que se aman

Y entendieron que el amor se vive cuando uno se olvida de sí mismo y dirige todos sus esfuerzo a amar al otro, confiado en el mismo amor de Cristo. Un amor de cruz.

Hay momentos en que el cuerpo puede no responder, pero el alma, el alma sigue siendo libre para orientarla, libre para responder y dirigirse hacia Dios, fuente inagotable de felicidad plena.

Mientras veía el video y repetía una y otra vez algunas frases, vino a mi mente un texto que conocí a penas esta mañana, el testamento de santa Bernardita. Si no lo han leído, lo recomiendo, lo pueden encontrar aquí

Así como en esta historia, santa Bernardita no reniega de su suerte, ni del dolor enorme de su vida, ella lo agradece todo. Cómo agradecer, y de esa manera, por tanto dolor y miseria. 

No es sencillo explicar el sentido del dolor

De la enfermedad. ¿Cómo la enfermedad va a ser por mi bien?, ¿cómo Dios va a querer que mis hijos sufran? Cuando pensamos así pareciera que nuestro Buen Dios es un Dios siniestro. 

Dios no quiere que suframos, de muestra está que se dejó clavar en una cruz por amor a nosotros. La enfermedad, el dolor, la corrupción del alma existen en la realidad del hombre, y son incluso producto de nuestra libertad, de nuestra naturaleza caída.

Pero Cristo con su muerte le quitó el sinsentido y convirtió el dolor en un camino de santidad.

El ser humano desea la plenitud

Rechaza el dolor porque fue creado para la plenitud. Es por esto que nos es tan difícil reconocer el sentido. Por sí mismo no tiene esa fuerza ni la sabiduría para enfrentar semejantes verdades y padecer dolores tan grandes.

Puede intentarlo, puede hacer travesías enormes y esbozar grandes teorías, incluso aguantar dolores atemorizantes. Pero aunque crea que esa fortaleza viene de uno mismo, la fortaleza en los momentos de prueba solo pueden venir de Dios. 

Yo no sé todo lo que está por venir. No sé las pruebas que me esperan, nadie lo sabe. De lo único que puedo tener certeza es del amor de Dios.

Un amor que sostiene y alimenta, que acompaña y consuela. Que está a nuestro lado todos los días hasta el fin.

Yo puedo creer que todo lo que vivo actualmente es hermoso y quisiera que se mantenga así. Pero eso no significa que si las cosas cambian y el dolor intenso se hace presente, estaré sola. Dios estará ahí, de forma más concreta, inclusive. 

Entreguémonos a la voluntad del Padre 

Hoy, una vez más, sincero mi corazón. Quiero entregarme a la voluntad del Padre y decirle que, aunque no quiero ese cáliz, me rindo ante su voluntad.

En este último tiempo una jaculatoria de san Agustín me acompaña constantemente: «Señor, dame lo que me pides, y pídeme lo que quieras».

Me resulta un bálsamo sobre todo en el momento en que la idea de la prueba me clava el aguijón de la desconfianza.