

Hoy es necesario hablar de la muerte. El mundo entero enfrenta una pandemia y estamos todos preocupados por nuestra vida, pero sobre todo estamos preocupados por nuestra muerte. Muchos corrimos (yo, pecador) a confesarnos y a ponernos en «sintonía» con Dios, retomamos las oraciones que habíamos abandonado, y estamos un poquito más piadosos.
Los tiempos donde hay muchas amenazas de muerte, como los tiempos de pandemia y de guerra, nos recuerdan las palabras del génesis parafraseadas en los responsos: «recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás».
La muerte es un tema central de la humanidad. Y a muchos los asusta, especialmente a aquellos que creen que esta es la única vida que vivirán, pero también a muchos que tienen fe… pero ¡no tanta! como para confiar en que la muerte es la historia de un Dios amoroso que ya no puede vivir separado de su criatura y la llama para que sea eternamente feliz a su lado.
El amor de Dios nos llama a todos todo el tiempo, y nosotros tenemos la terrible libertad, y el terrible poder de ¡rechazarlo! como dice el poema de de Fray Pedro de los Reyes:
Yo, ¿para qué nací? ¡Para salvarme!
Que tengo de morir es infalible.
Dejar de ver a Dios y condenarme,
Triste cosa será, pero posible.
¿Posible? ¿Y río, y duermo, y quiero holgarme?
¿Posible? ¿Y tengo amor a lo visible?
¿Qué hago?, ¿en qué me ocupo?, ¿en qué me encanto?
Loco debo de ser, pues no soy santo.
El video que hoy te comparto, habla de un caso similar al de este poema. Un hombre pierde a su hijo, y de esa pérdida nacen dos sentimientos: una tremenda pena, pero también una fuerza poderosa para ocuparse de los demás.
Perder un hijo es perderlo todo
La muerte de un hijo, como dice el video, rompe el orden natural de las cosas. Perder a un hijo no tiene nombre. Un marido que pierde a su esposa, es un viudo, un hijo que pierde a sus padres es un huérfano, pero un padre que pierde a su hijo no tiene un nombre posible. Y ese dolor es inconmensurable, inabarcable. Nos parece que nunca vamos a poder superar tanto dolor.
Pero Dios tiene modos misteriosos de hacer las cosas. De ese dolor, precisamente de ese dolor, pretende sacar mucho fruto. ¿Y cómo?, preguntarás seguramente… Cuando Facundo Cabral perdió a su esposa y sus hijos en un accidente, dicen que lo llamó la Madre Teresa de Calcuta para darle sus condolencias. Y antes de terminar la conversación, le dijo «Ahora piensa qué harás con todo el amor que te va a sobrar», y lo llevó a Calcuta a lavar leprosos, y según cuenta él le salvó la vida.
Los caminos de Dios no son nuestros caminos
Lo que a nosotros nos parece un acto de extraordinaria crueldad, como la muerte de un inocente, es para Dios el reencuentro con su criatura amada. ¡El final de una buena historia de amor es el reencuentro de los enamorados!
Y Dios nos ama con un amor inefable, con un amor total, con un amor lleno de locuras incomprensibles para la razón. Dios ve el total de la vida de las personas, cuando nosotros vemos solamente lo parcial, lo momentáneo.
Dios llamó a ese niño ser eternamente feliz. Feliz más allá de cualquier sueño de felicidad de los hombres, feliz hasta el desborde, porque probablemente vio que ese niño no iba a ser feliz en la tierra. O que tarde o temprano se iba a perder de sus caminos, y decidió, en un acto de amor supremo, llamarlo a esa felicidad inefable.
No lloren por los que se van, lloren por los que todavía no pueden irse
El amor de los padres hacia los hijos es enorme, naturalmente. O mejor dicho: es naturalmente enorme. Cuando Dios quiso dar a entender cómo nos ama, nos llamó sus hijos, y nosotros le podemos decir «abbá» que es como la forma más tierna de decir «papá», «papito». Es la primer palabra que sale de la boca de cualquier niño.
Pero el amor de Dios, siendo como es de una persona infinita, es también infinito. Y nuestro dolor por la pérdida de un hijo es una nada en términos temporales. Si lo sabemos ofrecer y pedirle a ese hijo que nos guíe para poder reencontrarnos con él o ella al final de nuestras vidas, también se vuelve un medio de santificación personal y familiar.
El agricultor y la tierra
Cuando el agricultor sabe que es el tiempo, acerca el arado a la tierra y la rotura. La tierra siente el dolor, y no entiende por qué el agricultor es tan cruel con ella, que le da lo mejor de sí misma. Pero el agricultor sabe, y la tierra no, que si no le pasa el arado, no puede dar fruto.
Y si la semilla no muere dentro de la tierra, tampoco hay fruto. Para que las cosechas sean abundantes, el Divino Agricultor muchas veces nos rompe el corazón, porque sabe que tenemos un corazón de piedra que necesita ser roto para que su acción y palabra puedan echar raíces en un corazón roto.
Así como la Madre Teresa le dijo a Facundo Cabral y la madre de este precioso video le dice a su propio hijo: ¿Qué harás con tanto amor que te sobra?, ¿qué sacarás de bueno de todo esto tan duro?, ¿qué propósito tiene vivir si no se vive para otros?
¿Dios escribe derecho en renglones torcidos?
¡No! Dios endereza los renglones y escribe en ellos hermosas páginas. Es el caso de este papá, que destrozado por la muerte de su hijo, encuentra muchos hijos abandonados de los que se hace cargo. Pero no como una «institución», sino como un verdadero padre, haciendo sentir amados a los niños que quedan bajo su cuidado.
El dolor de este padre, se canalizó hacia darle todo el amor que le «sobró» a todos esos niños a los que les cambió la vida realmente. Si no hubiera perdido a su hijo, tal vez todo ese amor no hubiese llegado nunca a todos esos niños. Dios lo hizo pasar a través del dolor, y del otro lado del dolor estaba la redención de poder donarse a los demás.
Recordemos las palabras del papa Francisco
[…]Podemos consolarnos unos a otros, sabiendo que el Señor venció la muerte una vez para siempre. Nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios.
El amor es más fuerte que la muerte. Por eso el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos custodiará hasta el día en que cada lágrima será enjugada, cuando «ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor» (Ap 21, 4).
Si nos dejamos sostener por esta fe, la experiencia del luto puede generar una solidaridad de los vínculos familiares más fuerte, una nueva apertura al dolor de las demás familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza.
Nacer y renacer en la esperanza, esto nos da la fe. Pero quisiera destacar la última frase del Evangelio que hemos escuchado hoy (cf. Lc 7, 11-15). Después que Jesús vuelve a dar la vida a ese joven, hijo de la mamá viuda, dice el Evangelio: «Jesús se lo entregó a su madre».
¡Esta es nuestra esperanza! Todos nuestros seres queridos que ya se marcharon, el Señor nos los devolverá y nos encontraremos con ellos. Esta esperanza no defrauda. Recordemos bien este gesto de Jesús: «Jesús se lo entregó a su madre». Así hará el Señor con todos nuestros seres queridos en la familia. (Papa Francisco, Catequesis del 15 de Junio de 2015)
Una cosa que nos sirve de toda esta locura que estamos viviendo: El dolor de la pandemia, el miedo a la muerte, el encierro y la incertidumbre han logrado infinidad de conversiones, y probablemente Dios saque de este mal aparente y temporario una enorme, infinita cadena de gracias.
Dios, como vemos, se sirve de los males aparentes para atraernos a todos hacia su amor. Aprendamos a ver en las contrariedades la voluntad de Dios, y a aceptarla con gusto. Porque de esa dificultad Dios tiene previsto sacar grandes bienes.
En palabras atribuidas a san Pío de Pietralcina: «Bendita la crisis que te hizo crecer, la caída que te hizo mirar al cielo, el problema que te hizo buscar a Dios».
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