

Efectivamente, Dios nos ha creado libres, y por lo tanto, podemos hacer con nuestra vida lo que queremos. Sin embargo, me pregunto cuántos son realmente conscientes de la responsabilidad que implica esa libertad.
Ser conscientes que tenemos la libertad para hacer con nuestras vidas lo que mejor nos parece es un derecho que tenemos todos. Sin embargo, la otra cara de la moneda es la responsabilidad. Y por supuesto, la libertad nos exige responsabilidad.
Hemos recibido de Dios —cada uno— muchísimos talentos, y sabemos que nuestro Señor nos pedirá cuentas de qué hemos hecho con nuestros dones. ¿Los has utilizado bien?
Tenemos una responsabilidad con los demás
Buscando por encima de nuestros derechos personales, un bien para todos. No podemos simplemente atropellar a otras personas que tengan ideas diferentes a las nuestras.
En un marco de diálogo y tolerancia debemos buscar juntos lo verdadero, lo bueno y lo bello para todos y cada uno de nosotros. Vivimos en una sociedad, y como personas estamos en relación los unos con los otros, y esto es algo que implica de cada uno muchísima responsabilidad.
Por eso hablamos de un bien común y se hace necesaria la existencia de una verdad que pueda aplicarse a todos por igual. No deberíamos vivir como si algunos fuesen especiales, distintos, con más o menos derechos, aunque tristemente este sea el panorama de muchos países.
Todos tenemos una misión
Es evidente que cada uno ocupa un puesto y lugar específico en el entramado social. Y esto conlleva a que unos tengan responsabilidades más importantes que otros, pero parece que lo que se nos ha olvidado es que todos nacemos con la misma dignidad al ser hijos de Dios.
Algunos tienen más carga de servicio y dedicación por ese bien común, dado las capacidades de decisión —y por ende responsabilidad— que tienen en sus manos. Ahora, tratemos de aterrizar todo esto, y sacar algunas conclusiones para la actividad y responsabilidades cotidianas que debemos cumplir cualquiera de nosotros.
1. Nadie es absolutamente autónomo o independiente
Este primer aspecto me parece fundamental. Quiero remarcar que como seres humanos, dependemos de Dios. No nos hemos dado la vida, ni tampoco nuestros padres han creado nuestra personalidad.
Somos hijos de nuestros padres, pero cada uno es una persona única e irrepetible, querida y amada por Dios, para una misión muy específica. Todo lo que tenemos es un regalo.
Por lo tanto, nuestra existencia depende de Dios. Si Dios dejara de pensar en nosotros, literalmente, dejaríamos de existir. Lo que somos, desde lo material hasta lo espiritual, tiene la consistencia para permitir la existencia. Sin embargo, no poseemos la razón de la existencia en nosotros mismos.
Junto con nuestra vida, Dios nos regala una serie de talentos con los cuales desarrollamos nuestro camino. Toda nuestra vida natural y sobrenatural, desde que somos concebidos, hasta incluso nuestro llamado a la vida eterna. Por eso decimos que estamos en deuda con Dios. Tenemos una responsabilidad para con Dios.
Estamos llamados a la obediencia, pero no de cualquiera, sino de la que brota de la confianza en Dios. En que Él sabe lo que es lo mejor para nosotros, precisamente, porque nos creó. ¿Quién nos conoce y sabe el camino para nuestra felicidad mejor que Él?
Hagamos un paréntesis para hablar del mal y el pecado
El mal o pecado es, justamente cuando desconfiamos de su amor y lo desobedecemos. Llamados a ser seres divinos, con una libertad sumisa a Dios (Catecismo de la Iglesia Católica, 396), decidimos lo que creemos es mejor para nuestra vida sin Dios, lejos de Él y por encima de Él. El problema es que terminamos yendo en contra de nosotros mismos.
¿Cuál es el problema de nuestra dependencia divina?, ¿acaso Dios no quiere lo mejor y nuestra felicidad?, ¿por qué tenemos que desconfiar de Él? Justamente todo el desorden y desmán que vemos en nuestra vida, así como en la sociedad que vivimos es por alejarnos de la verdad de Dios, y creer que somos nosotros quienes decidimos lo mejor.
¡Gran error! Por eso nuestros países están como están. La gran ironía es que no le obedecemos, y cuando surgen los problemas o viene el sufrimiento, entonces sí culpamos a Dios. ¿De qué? Si hemos estado alejados de Él, y no hemos querido hacerle caso.
Lo más lógico sería pensar que así están las cosas porque no le hicimos caso. Pero claro… ¡es más fácil echarle la culpa al otro! Creo que esto no es difícil de entender, cuando vemos el caos económico, político, cultural y espiritual en el que vivimos, pareciera como si nadie asumiese su responsabilidad.
A la hora de salir a las calles a marchar, a gritar o a reclamar nuestros derechos… la gran pregunta que queda es: ¿qué hace cada uno por cambiar la situación en la que vivimos?
2. La mayor responsabilidad con nuestros talentos es el amor
Dicho lo anterior, pensemos en qué podemos hacer, cómo debemos proceder. Ante una realidad tan confusa y difícil de comprender —porque realmente es caótica— debemos buscar al menos, fundamentos seguros que sirvan como pilares para el desarrollo de nuestras sociedades.
No viene al caso desarrollar ahora una propuesta socioeconómica o política judicial, pero quiero sentar las bases para un camino auténtico y personal. Todos, sin excepción, estemos donde estemos, sea el cargo que tengamos, estamos llamados a vivir el amor.
La única forma de vivir entre personas que responde y está a la altura de nuestra dignidad de imagen y semejanza divina es el amor. El amor que vemos en la persona de Cristo. No cualquier tipo de amor.
Todos merecemos ser tratados siempre como un fin, y no como un medio para lograr otros objetivos. Esa vocación al amor es lo que pesará al final de nuestra vida. Seremos juzgados por el amor, no por cuánto dinero tenías en tu cuenta o por cuántos títulos lograste colgar en la pared.
Pensemos en los tristes resultados que dejan casi siempre las manifestaciones. Las mismas en las que la única motivación es el bien común, pero que terminan siempre mostrando lo peor de una sociedad que se ha olvidado de Dios.
Muertos, heridos, golpeados. Si el esfuerzo de tantos estuviese en la vivencia de la caridad, buscando instaurar la bondad y belleza divina, muy diferente serían las consecuencias.
Hablemos aquí de la civilización del amor
Como cristianos buscamos construir una «civilización del amor» (fórmula empleada por el Papa Pablo VI, en su homilía, con la misa que concluía el año de «renovación y reconciliación» en 1975. Expresión que seguiría utilizando hasta su muerte en agosto de 1978).
Una sociedad en la que se viva y comulgue la paz y la reconciliación. «Es necesario transformar nuestra sociedad de salvaje en humano, de humano en divino, es decir, según el corazón de Dios». (Expresión acuñada por el Papa Pío XII, en su mensaje radiofónico a la diócesis de Roma, en el año 1952).
Como Iglesia peregrina, obedientes al mandato de Cristo, buscamos que se instaure el Reino de Dios. Suenan palabras utópicas, mientras más alejados de Dios estamos. Esto es la raíz y causa principal, por la que vivimos todo lo que testimoniamos.
Así que ¡ánimo a todos! No perdamos nunca de vista ese llamado que tenemos a vivir entre nosotros el amor, eso es vida cristiana. Ese es el único camino para cambiar los corazones.
Finalmente, de eso se trata: convertir corazones, para que más y más personas descubran que sí es posible vivir la paz, la justicia y la reconciliación cuando se camina de la mano de Cristo.
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