Mi muy querido Niño Jesús, hoy vengo en silencio con una sencilla oración. De esas que se susurran junto al pesebre y solo Tú escuchas. De esas que suenan como promesa navideña o como las campanadas de alguna Iglesia que festejará tu nacimiento, una vez más, por los siglos de los siglos.

¿Me perdonas si hablo mucho? Hace poco leí que la oración no se trata principalmente de hablar mucho, sino de escuchar mucho. Pero eres pequeño, todavía no sabes articular palabras y aquí me tienes, intentando entretenerte mientras María descansa y José conversa con los pastorcitos.

Y yo te contaré cosas, como se hace con los niños y aprenderé de tu silencio. De esa manera, cuando seas más grande y no hables, en esos momentos difíciles, habré aprendido a interpretar tu mutismo. Sé que será elocuente, aunque no diga nada. Porque es oración, junto a mi oración, Niño Jesús.

Te hablo de esto porque muchos dicen que no has aprendido a hablar, cuando los hombres vagabundean buscando un hogar, cuando otros sufren la enfermedad, cuando tantos mueren de hambre y te sienten tan lejos. Tan silencioso.

Niño Jesús, yo sé que haces oración con ellos, que no cierras los ojos. Por eso has venido a esta tierra muchas veces fría e indiferente, en una noche fría, cuando indiferentes te han cerrado las puertas.

Niño Jesús Oración

Has venido con un mensaje de esperanza: se entibiarán los corazones. Has traído un pedacito de fe: nos harás herederos de un Cielo grande. Y desde una cuna improvisada, nos hablas del amor de una Madre que hace un trono para el Rey de reyes, aunque sea con paja y paños. Nos predicas el cariño que quieres compartir.

Sí, no es mucho lo que podemos ofrecerte. Ahora eres un recién nacido, ya José te irá instruyendo y contando sobre historia, sobre la ley de Dios y varias anécdotas. Como un cuento, dirá «el mundo solo pudo ofrecerte una cueva».

Pero te prometemos – hablo por todos los que te querrán – que, si toca abrirte la puerta y darte una cueva, poca cosa, al menos procuraremos que esté limpia, ordenada. Como dije, María compuso con nada algo donde estuvieras a gusto. Ella nos enseñaría.

Niño Jesús, ¿no sientes que esta oración se va por las ramas? Pero quiero aprovechar el tiempo en que puedo contemplarte. No lloras, abres los ojos y miras de un lado a otro, con una mirada que no juzga si vine con regalos o solo con esta torpe oración – y algunos pecados –, sino que se convierte en espejo de la mirada del Padre.

Bajo ella, ya somos dos niños. Yo también, pequeña, a tu lado. Y los niños pequeños no se preocupan como los más grades. Solo confían en sus padres que los llevan de la mano.

Es increíble que esta noche naces, siendo Dios, siendo Hombre, y este momento es un adelanto de que también los hombres estamos llamados a la divinidad. Sí, suena increíble.

Se te cierran los ojos, adormecido, y yo me alargo y alargo… iré a charlar con José, que parece que aún no va a descansar. Él también está sobrecogido por el milagro y tal vez pase la noche en vela, por si necesitas algo.

Pero antes de que duermas, ¿puedo agradecerte rápidamente? Mientras te miro, Niño, sé que bajaste a la tierra para padecer. No parece que sea posible, ¿quién querría hacer daño a Alguien tan pequeño, tan tierno, tan vulnerable?

Por eso, quiero darte gracias, brevemente. Siendo pequeño, tierno, vulnerable, esta noche cuando duermas soñarás con los hombres. Soñarás con hermanos. Gracias por hacernos hermanos e hijos, por poder venir cada Navidad para que podamos decirte «te quiero».

Y para que podamos olvidar, mientras permanecemos cerca de Ti, lo que pesa, lo que duele, lo que no se entiende. Porque lo único que se comprende es que esta noche se desparrama el amor. Para que ya nunca falte.