

«Recorría Jesús toda la Galilea enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia del pueblo. Su fama se extendió por toda Siria; y le traían a todos los que se sentían mal, aquejados de diversas enfermedades y dolores, a los endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los curaba. Y le seguían grandes multitudes de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y del otro
lado del Jordán».
Al ver estas multitudes, subió Jesús al monte, se sentó, se le acercaron sus discípulos y comenzó a enseñarles proclamando las Bienaventuranzas.
Las multitudes que acuden a Jesús tienen sed de curación, de luz, de felicidad. Él responde a esa sed; da a estas personas sufrientes una magnífica respuesta de felicidad, nueve veces repetida, pero en un lenguaje muy diferente del que se podría esperar. Lo que les propone no es una felicidad humana, según la imagen que se presenta habitualmente, sino una felicidad inesperada, encontrada en situaciones y actitudes que no van espontáneamente unidas a la idea de felicidad. Una dicha que no es una realización humana, sino una «sorpresa de Dios», concedida precisamente allí donde se la considera ausente o imposible. – La felicidad donde no se espera, pág. 8