Soroche es la palabra en quechua que se traduce como “mal de altura”. También fue lo primero que sentí al llegar por primera vez a la casa de voluntarios donde me iba a hospedar. Llegué directo a vomitar. Mi mejor aliado para sentir un poco de alivio fue el mate de coca. Al acostarme maldije por primera vez el frío de la almohada, todo me daba vueltas, y si me movía un centímetro las náuseas invadían mi cuerpo.

Pasé una noche de perros –literalmente en la calle solo escuchaba perros ladrar– y lloré extrañando mi casa, y la sensación de caminar descalza sobre el suelo tibio de Cali, sin que el frío me congelara los pies. Mientras intentaba conciliar el sueño me arrepentí por un instante de haberme enrutado hacia Ayaviri, el pueblo más remoto de los Andes peruanos.

Al sur del Perú, muy cerca al lago Titicaca, en el departamento de Puno, se encuentra Ayaviri. Para llegar tuve que tomar un avión Cali-Bogotá, esperar unas cuatro horas, y después viajar Bogotá-Lima. El pueblito –a 4000 metros sobre el nivel del mar– queda a 19 horas de la capital peruana. Así que en Lima hay que tomar un vuelo de dos horas hasta Juliaca, donde las calles son un caos, no hay semáforos, el pavimento y las casas comparten la misma escala de grises, y lo único colorido son los infinitos letreros de pollerías (venden pollo a la brasa) y boticas. El mayor atractivo de Juliaca es su mercado. Como se encuentra cerca de la frontera con Bolivia, la mayoría de productos son de contrabando. Abundan las chaquetas, botas, y maletas de marca, a precios irrisorios. Pero lo más soprendente es que la gente expone su mercancía sobre los rieles del tren, así que en el momento en el que se divisa –más cerca que lejos– el gigante motorizado, las personas huyen de inmediato y vuelan las maletas, botas y chaquetas. En pocos segundos, cuando vuelve la calma, los vendedores ubican de nuevo sus cachivaches sobre los rieles y los compradores ya han disfrutado de un verdadero espectáculo latinoamericano.

De Juliaca a Ayaviri hay dos horas en carro por una carretera recta rodeada de montañas nevadas que surgen de repente de la tierra. A medida que avanzaba, dejé de ver árboles y me encontré con una pampa desierta, y una altura sofocante. Empecé a divisar casitas de barro oscuro y bloques de lana, y me ubiqué de pronto en un país ajeno y un paisaje helado en el que se iban dibujando niños de mejillas coloradas pastoreando rebaños de ovejas y alpacas. El aire que se colaba por la ventana me sabía a soledad y abandono, y nunca antes un lugar se me había parecido tanto a un pesebre.

Mi misión en Ayaviri parecía sencilla: debía hacer un voluntariado en periodismo patrocinado por Cáritas del Perú, –me había dejado convencer por mi amigo Elkin Fernández, quien llevaba diez meses viviendo feliz en Ayaviri–, y durante un mes tenía planeado hacer radio comunitaria con los niños de una escuela, realizar talleres con personas en condición de discapacidad, y trabajar en un pequeño museo de arte andino haciendo videos que promocionaran la labor de los restauradores de arte de la zona.

Viviendo cerca al cielo

El día en Ayaviri inicia con la gélida madrugada. Amanece muy temprano, la luz entra por las ventanas de la misma forma que entra a las 12:00 del día. El tiempo parece correr más lento, un día parecen tres. Al salir a la calle todo el mundo saluda, en las sonrisas de la gente se vislumbran los rastros de la mata de coca.

Me encuentro con los niños del taller de radio, de los 19 inscritos solo han llegado tres. Al principio están callados, hablan en quechua entre ellos porque saben que no entiendo. Intento explicarles la primera actividad del taller: deben describir con precisión los sonidos que escuchan en su casa desde que se levantan, hasta que se marchan al colegio. En ese momento me doy cuenta de que están más familiarizados con los sonidos de lo habitual, pues todos distinguen el canto del gallo, los pasos de la mamá, y el ruido que hace el cuchillo al partir el pan. Saben de Shakespeare, Dickens y Mark Twain porque han escuchado sus novelas en formato radiofónico. Les emociona saber que podrán hacer lo mismo, y me emociona saber que podré enseñarles a hacerlo. En Ayaviri todos escuchan la radio, nadie lee el periódico, y pocos ven televisión.

La vida parece sencilla en un lugar como aquel, lejos del ruido, del tráfico y la civilización. Camino hacia el taller de personas con discapacidad, y al llegar me encuentro con la imagen de Rolando tocando su guitarra frente a un público escaso de personas con discapacidades físicas e intelectuales. A su lado Any, su hija de 7 años, entona una canción.

Rolando Quispe es ingeniero metalúrgico, y es el único de los participantes del taller que tiene un título universitario. Hace quince años que Rolando es ciego, perdió la vista trabajando en una mina. «Yo soy quien hace de comer, ayudo a mis hijos con las tareas, les enseño piano y guitarra, los llevo al colegio mientras mi esposa trabaja», me cuenta Rolando. Tras conversar un rato con él, me acerco a una anciana. Su actitud es como la de una niña: señala, se ríe, juega con su falda. Le pregunto su nombre y no me responde. Le hago señas, pero no me entiende. Otra mujer, adulta mayor también, dejando escapar algunas palabras en quechua, me habla también en un castellano rudimentario.

–Se llama Manuelita, yo la bauticé. Tirada en la calle, mucha lluvia, no habla, sorda.

–¿Usted la recogió de la calle?

–Dos años ya. No familia, nadie sabe.

Me impresiona no solo el hecho de que una mujer que sobrepasa los 90, sorda y muda, se encuentre sola en la calle, sino también que otra anciana, en condiciones de extrema pobreza la rescate sin conocerla, ni saber nada de su historia. Me pregunté cuántas mujeres como ellas estarían en el mundo  y recordé una historia parecida sobre dos ancianas –una ciega y otra sorda–, que se cuidaban una a la otra en pleno Valle del Cauca, entre los cultivos de té de Bitaco. La realidad de Colombia ya no me pareció tan lejana.

De regreso a la casa, paso por el museo. En un banquillo sin espaldar está Jesús Chávez, restaurando un Jesús del siglo XVII.

–¿Qué haces?

–Estoy haciendo la liberación de repintes que ha tenido la obra durante mucho tiempo, y así poder encontrar el color original. Es una forma de volver a la época de los inicios de la obra.

Aquel Cristo parece un habitante más de Ayaviri, otro descendiente de los incas clavado y sufriente en su cruz, con sus mejillas coloradas, los ojos oscuros, rasgados y profundos, el color de su tez, la expresión doliente, pero serena, dibujada en su rostro, y su boca entrecerrada, que parece pronunciar siete palabras en quechua.

En el museo hay una exhibición fotográfica llamada «Viviendo cerca al cielo». En las imágenes se muestra la vida del pastor y las tradiciones ayavireñas. A uno de los espectadores se le escapa de pronto la frase: «un pueblo sin cultura es un pueblo sin alma». Aquellas palabras resuenan en mi mente cuando salgo a la calle y me dirijo hacia la casa. Acelero el paso porque empieza a llover y al entrar, los voluntarios limeños se asoman al patio. Nunca he visto una felicidad más auténtica que la de un limeño bajo una tormenta eléctrica. En la cocina hay tres colombianos, dos paisas y un caleño. Están haciendo pizza con una voluntaria estadounidense que da clases de inglés en una escuela. Compartir con personas de todas partes me hace sentir diferente, completa.

Pasan los días en Ayaviri, entre la radio, Rolando, el museo y los voluntarios. Todos los días parecen los mismos, y al mismo tiempo son todos distintos. La despedida es dolorosa. Me llevo las ganas de volver junto a un montón de promesas por cumplir, y dejo personas que me cambiaron la vida cuando yo buscaba cambiar las de ellas.

De vuelta en mi cama agradezco el silencio. Maldigo por primera vez en mucho tiempo el calor de mi almohada. Se siente raro caminar descalza. Mientras concilio el sueño imagino una pampa desierta, casitas de barro oscuro, y la sonrisa amable de una mujer mambiando coca. A lo lejos, mientras me voy durmiendo, me parece escuchar el ladrido de un perro.

Tomado del El País.com. Escrito por María Antonia González. Fotos de Elkin Darío Fernandez y María Antonia González.