

«Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti». (San Agustin) Nuestra felicidad, como personas creadas a «imagen y semejanza» de Dios (Génesis 1, 26) no puede desligarse de nuestra relación con otras personas. «Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto». (1Juan 4, 20)
Ese esfuerzo por ser fieles a nuestra identidad implica una vida virtuosa, imprescindible para la felicidad, puesto que la coherencia con nuestra identidad semejante a la divina, también conlleva trabajo. Cualquier cosa que vale la pena, exige esfuerzo (tener los primeros puestos en el colegio, ganar en los deportes, ingresar a buenas universidades, mantener un buen empleo, etc.)
1. ¿Qué es esto de la virtud?
Es el justo medio entre dos posturas contrapuestas. ¿Qué se entiende por el «justo medio»? No se trata de una opción por la mediocridad o tibieza. Es una búsqueda por la excelencia, vivida con equilibrio. Por ejemplo, puedo ser tacaño o pródigo, pero el medio término vendría a ser generoso. Ahí entra la excelencia: ¿Qué tan generoso estoy dispuesto a ser? Si miramos a Cristo tenemos un ejemplo a seguir: «… a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». (Filipenses 2, 6-8)
2. ¿Cuáles son los frutos de una persona virtuosa?
Permite un señorío de sí mismo, que nos otorga un dominio personal orientando bien la voluntad. Grandeza de espíritu, para ser magnánimo (magna: gran; anima: alma) hasta que aprendamos con generosidad a regirnos por ideales y valores que responden al orden espiritual. Implica conciencia, compromiso y entrega por la verdad.
3. La prudencia como virtud fundamental para la felicidad
Vivir la prudencia nos enseña a obrar de tal modo que busquemos siempre nuestro fin: la felicidad. Es una virtud del intelecto que, no obstante, actúa en opciones prácticas de nuestra rutina diaria, para hacer lo necesario en vistas a nuestra felicidad. La prudencia nos da la capacidad de transformar en acciones voluntarias, nuestra relación de amor con Dios.
El hombre prudente busca vivir de la mejor manera, para alcanzar la felicidad. Es un hábito práctico que orienta nuestras conductas hacia lo mejor: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Juan 14, 6). El hombre prudente no solo se contenta con saber lo que es la felicidad, sino en ponerla por obra.
Finalmente, no es suficiente saber teóricamente que Jesús nos enseña o explica un camino determinado para la felicidad. Jesús mismo es el Camino, es un modelo de vida. Por lo tanto, gracias a la prudencia podemos seguirlo, haciendo decisiones voluntarias para cambiar nuestra vida, para que «ya no sea yo mismo, sino Cristo quien viva en mí». (Gálatas 2, 20)
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