No sé si ustedes han tenido alguna vez la misma sensación que yo cuando han estado en algún debate. A veces, cuando alguien se dirige al otro diciendo: –«yo respeto mucho tu opinión, pero…»–, lo hace con un tono que parece más bien expresar algo así como: –«puedes decir lo que quieras, pero a mí no me interesa en lo más mínimo»–. Lo malo es que, quizá, esas personas piensan que con esa afirmación del «yo respeto mucho tu opinión, pero…» realizan ya un ejemplar ejercicio de tolerancia.

Decía Martín Descalzo: «Hay quien confunde ser tolerante con una curiosa forma de arrogancia: le permito a usted que hable, pero no cometa el error de creer que va a servir de algo. Y reducen así la tolerancia a una simple cortesía, o a respetar un turno de palabra: hable usted, aunque no me interesa lo que vaya a decir, que después me toca a mí. Otros utilizan la tolerancia, reclamando indulgencia para los demás, con la secreta intención de que les beneficie a ellos mismos, como una especie de blindaje para el propio comportamiento moral personal: ¿no decimos que vivimos en una sociedad plural y tolerante?, pues que nadie se meta conmigo, que yo no tengo por qué cuestionarme nada de lo que hago».

La tolerancia –como está planteada en la actualidad– es una puerta abierta para el relativismo moral. Con esa actitud, el supuesto respeto a los demás no expresa una actitud de respeto hacia sus planteamientos, sino más bien, una engreída afirmación de los propios: –«como nada ni nadie puede hacerme cambiar de opinión, te permito hablar»–. El diálogo que así se produce queda vacío de contenido, porque falla un supuesto indispensable: estar realmente dispuestos a escuchar. El otro puede tener razones suficientes para no estar de acuerdo y, éstas son tan validas como las que el que lo escucha planteó.

Lo más triste (y que no me deja de cuestionar) es que esta «tolerancia» nos va a llevar, en muy poco tiempo, a la indiferencia total, al «vive y deja vivir». El problema es que, como decía Alfred Polgar, fácilmente puede convertirse en una cínica indiferencia, en el «muere y deja morir».

«Una tolerancia que no supiese distinguir el bien del mal sería caótica y autodestructiva» (Benedicto XVI).