«Si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3)

Hacerse como niños nos permite el ingreso al Reino de Los Cielos, según dice Nuestro Señor Jesucristo. ¿Y qué significa hacerse como niños?  Ciertamente que no significa usar pañales y biberones, quiere decir algo más específico: Santa «Tere» del Niño Jesús (como le dicen mis hijos) lo explica en su «caminito»: es la confianza y la entrega absoluta.

Hoy no me quiero referir a la infancia espiritual, sino a un fenómeno que vengo viendo cada vez con más frecuencia.



El video que tengo que comentar me da el pie ideal, porque es un tema que afecta a personas que, como yo, pasaron los 40 y se acercan a los 50 años, y luego de atravesar una crisis de la mediana edad, como la que vemos que le pasa al Tiranosaurio, no se hacen como niños… ¡Se hacen como adolescentes! Hace unos días viajando a Perú me encontré en el avión con 5 mujeres de alrededor de 50 años, que viajaban hacia República Dominicana a «festejar» el divorcio de una de ellas. Que alguien festeje el divorcio de otra persona no me entra en la cabeza de ningún modo. Incluso si era un matrimonio miserable, ¿qué era lo que estaban festejando? ¿Casi 50 años y sola por el resto de su vida? Y de pronto me di cuenta: cuando se subieron al avión, no se comportaban como señoras maduras, ¡sino como adolescentes! Se reían de cualquier tontería, se burlaban entre ellas, se empujaban y decían groserías. ¡Adolescentes de 50 años! ¿Qué les habría pasado para tener un retroceso tan increíble en su vida?

Lo veo también en muchas personas entre los colegios que visitamos, o incluso en conocidos o amigos. Es como si quisieran volver a vivir una época de la vida que dejaron atrás hace más de 30 años. ¿Qué los mueve? ¿Por qué no maduran? He visto padres de adolescentes tomando alcohol con sus hijos y los amigos, y jugando como si fueran otros adolescentes, dando un poco de vergüenza a los hijos y un poco lástima a los compañeros de los hijos.

¿Qué quieren? Recuperar la juventud no pueden, pero supongo que lo que pretenden es retrasar la madurez, y en definitiva, huir del miedo de la muerte. Tal vez de allí venga esa hiperactividad y esa necesidad de hacer ruido, de aturdirse, de hacer actividades que generen adrenalina. Reconozco que mi pecado es el contrario: senté cabeza y una vez que mi cabeza se asentó, el resto de mi cuerpo siguió el camino. Ahora tendría que hacer una buena dieta y salir a trotar un poco. Pero de algo estoy seguro: ya pasé la curva de la mitad de mi vida. Si, como mi abuela, que murió a los 102 años, soy longevo, tal vez pueda durar un poco más, pero la mitad de mi vida ya pasó casi con certeza.

A partir de ahora cada día que pasa me voy a sentir más viejo, más achacoso, más canoso, menos activo y muchos otros «efectos colaterales». Si retomo el ejercicio físico y hago todas las cosas bien, tal vez pueda demorarlo uno o dos años, pero ¡el proceso sigue su marcha!. G. K. Chesterton contaba una anécdota, fue a preguntarle al médico cómo hacer para llegar a los 100 años. Y dijo que seguiría los consejos, ¡porque tenía que dejar todos los motivos por los que quería llegar a los 100 años!

Vivimos en una sociedad que le tiene miedo a la vejez, a la decadencia y a la muerte. Vemos mujeres de 70 que se operan y se agregan colágeno y botox y tienen pánico de mostrar aunque sea una sola arruga, y se convierten en caricaturas de sí mismas con tal de no aceptar… ¡que están envejeciendo! Y no son sólo las mujeres, que podríamos adjudicarlo a cierta vanidad y coquetería. ¡Los hombres también!

¿Por qué tanto miedo a la vejez? Yo creo que es por falta de fe. La única forma de entrar en la vida eterna, es por medio de la muerte. Nadie quiere morirse, porque estamos hechos para la eternidad. Pero estos «jóvenes eternos» no es que no quieran morirse: creo que su pánico pasa porque le tienen pánico a la decadencia, a «verse viejos» porque no quieren admitir que todos nos encaminamos indefectiblemente a la tumba.

Yo no «muero porque no muero» como decía Santa Teresa de Jesús. Pero hay algo que estoy totalmente seguro: no me voy a morir ni un minuto antes de lo que Dios tenga dispuesto, ni tampoco un minuto después. Confío en que los planes de Dios son siempre mejores que los míos, y no tengo miedo porque sé que me ama. Confío, y por eso me entrego, como mi querida «Santa Tere»: confianza y entrega absolutas.

No soy un santo. Ni siquiera soy un buen católico. Dios está trabajando en mí, y parece que se toma su tiempo. Tal vez hoy a la noche me llame. Tal vez dentro de 10, 20 o 30 años. No me importa. No es mi asunto. El tiempo que Dios me regale es eso: un presente.

Para meditar estos temas, me parece hermoso el poema de Lope de Vega:

«¿Yo para qué nací? Para salvarme.

Que tengo que morir es infalible;

Dejar de ver a Dios y condenarme

Triste cosa será, pero posible.

¡Posible…! ¿y río y duermo

y quiero holgarme?

¡Posible…! ¿y tengo amor a lo visible?

¿Qué hago? ¿En qué me ocupo?

¿En qué me encanto?

¡Loco debo yo ser, pues no soy santo!»