

Cuando empezamos a ver este video, lo primero que sentimos es un cierto rechazo frente a la actitud del padre, asumiendo que es machista y que no quiere que su hijo baile sino que, más bien, practique un deporte rudo que vaya de acuerdo con su sexo. Seguramente pensamos que le está cortando las alas a sus deseos.
Luego, al terminar de ver la historia, nos damos cuenta de que estamos en un error. Lo que buscaba el padre era educar a su hijo en la perseverancia, en la fortaleza y en todas esas virtudes que las nuevas pedagogías «gelatinosas» nos quieren hacer creer que ya no son necesarias para lo formación humana. De esta manera, este video nos invita a reflexionar sobre los estilos educativos que se vienen adoptando actualmente que, sobre todo, dejan de lado lo que hasta hace no pocos años fue una de las bases principales de una formación humanística integral: el esfuerzo.
Nuevas «pedagogías»: mucho adorno y poco fondo
Hace un par de meses, paseando por una librería española, de casualidad me encontré con un libro titulado «Contra la nueva educación», escrito por un músico y profesor de colegio llamado Alberto Royo. Lo mencionó porque describe muy bien lo que este video, a su manera, trata de comunicar: no existe educación sin esfuerzo. A través de varios capítulos, Royo va desarmando los argumentos que presentan los nuevos gurús de la pedagogía moderna. Tejiendo discursos que al oído común suenan complicados y, por lo tanto, “cultos”, no hacen sino vender pseudo teorías que, resumidas de un modo simplista, dicen que los niños deben ser los artífices de su propia educación y que los sistemas educativos tradicionales —esos que te enseñan a sumar, restar, leer y respetar a la autoridad, entre otros— no hacen más que asesinar ese genio que todos llevamos dentro.
Más de un padre ha caído en la tentación de creer que, efectivamente, la memorización nos vuelve animalitos repetidores, que las tareas escolares son lo peor del mundo (así tomen media hora para hacerlas) o que cada niño es un espíritu libre que debemos dejar a la suerte del destino para que sea feliz y no se sienta “reprimido” (la nueva palabra de moda). Cómo no hacerlo si, de alguna manera, todos pensamos que nuestros niños son genios encerrados en una lámpara que debemos sobar y sobar… hasta que los años y la vida nos demuestran que, posiblemente, no son más que la maravillosa y extraordinaria creación de Dios y que ser campeones o no de algo no determina su felicidad.
De esta manera, vamos flotando por el mundo de la educación buscando entre miles de alternativas pedagógicas aquella que haga de nuestros hijos unos Einstein o unos Nadal. Y en este recorrer caminos alternativos no nos detenemos a pensar en qué es lo esencial para formar a un niño y en que, digan lo que digan, no ha cambiado en siglos (porque, de hecho, el ser humano como tal tampoco ha mutado hacia otra especie): esfuerzo, esfuerzo y mucho esfuerzo para lograr las cosas.
¿Qué pasa, entonces, cuando no valoramos este aspecto clave de la formación humana? Lo más probable es que, en el futuro, nos encontremos con adultos que piensan que se merecen todo por el simple hecho de ser ellos, que todo debe caer del cielo. No es muy difícil deducir cómo serán sus vidas: llenas de frustraciones y de pocas posibilidades de encontrar y entender de qué trata la felicidad.
Una anécdota
Les quiero contar una pequeña historia que he vivido desde hace algunas semanas que, creo, puede ayudar a completar un poco este post. En Perú, donde vivo, hay un baile típico de la zona de la costa que se llama marinera. Personalmente me encanta y nunca tuve oportunidad de aprenderlo. Y como toda madre común y silvestre, soñaba con que nuestra hija lo baile y, por qué no, con que sea campeona mundial de marinera. Me imaginaba sentada en alguna tribuna llorando de la emoción mientras ella zapateaba con su pañuelo en mano llevándose todos los trofeos. Sí, como ven, a todos nos pasa.
Ni bien cumplió 5 años, corrí a matricularla. Su profesora: ¡la campeona mundial de marinera! La escuela: a cinco minutos de nuestra casa. Contagié a nuestra hijita de la emoción. Ella estaba feliz. Todos los planetas se estaban alineando para cumplir mi sueño.
Empezamos a ir a las clases dos veces por semana. A mí me parecía que tenía toda la aptitud para ser una excelente bailarina… hasta que llegó ese día que, no sé por qué, no imaginé que llegaría. Comenzó a bailar con desgano y las clases se iban desperdiciando. Hasta que emitió la frase más temida: –«Mamá, detesto la marinera, no quiero bailar más»–. Comencé a respirar y me decía: –«Tranquila, tranquila, no la ahorques, tranquila”–. Pensé en qué podía hacer y empecé a reflexionar sobre la verdadera oportunidad educativa que tenía al frente, más allá del título mundial que se me escabullía de entre las manos. Y me di cuenta que lo que no podía permitir es que mi hija saliera sin más de una actividad que estaba haciendo simplemente porque dejó de gustarle.
Para hacer el cuento no tan largo, le dije: «Lía, no hay ningún problema. Podemos aceptar que dejes de hacer marinera pero siempre y cuando termines este mes de clases y, lo más importante, es que hagas todas las clases restantes con una excelente actitud porque, ante todo, debes aprender que la vida está llena de momentos duros y situaciones que no nos agradan, pero que hay que afrontar con fortaleza, dedicación y alegría». Bueno, negoció a tres clases. Aceptamos. Hoy acabaron. Durante estas tres clases bailó más lindo que nunca, de verdad. Y, grande fue mi sorpresa, cuando al terminar la última, hace unas horas, me dijo: «Mamá, te tengo una excelente noticia: voy a seguir bailando marinera. Amen de que mi globito soñador volvió nuevamente y mis esperanzas de estar en la tribuna llorando han renacido, lo que me enseñó esta experiencia es que los niños no quieren vivir relajados o sin retos. Al contrario, ver que son capaces de vencer los obstáculos y los momentos duros les da mucha satisfacción, fortalece su autoestima y los hace personas mucho más fuertes para enfrentar las vicisitudes que nos presenta la vida. Y para eso estamos los padres, para enseñarles este camino en lo cotidiano.
Y así es como termina el video. El padre le concede a su hijo el sueño de bailar y éste, sin más, pasa por alto las burlas y se dedica a lo que gusta. En definitiva, fue una lección que le servirá siempre, sin importar a qué se dedique. ¡Qué mejor herramienta para la vida! Regalémosle a nuestros hijos el valor del esfuerzo. Ellos lo necesitan y, sin duda, lo valorarán muchísimo… ellos y nosotros.
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