Hoy en día muchas personas (incluidos cristianos comprometidos con su fe) no conocen el verdadero significado de la santidad. Al hablar de santidad a muchas personas lo primero que se les cruza por la cabeza es la monjita carmelita que se levanta por las mañanas a rezar el rosario, para luego ir a misa y después atender a los enfermos pero (a menos que tú seas monja carmelita)  si asocias este tipo de vida al concepto de santidad, tú no podrías ser santo. De esta idea, querido lector, es de lo que trata este artículo.

Lo primero que debemos saber y tener claro al hablar de santidad es que todos estamos llamados a ser santos: tú, yo, tu mamá y esa persona que te cae tan mal. TODOS. Como sabemos que no todos somos carmelitas –Dios bendiga a las carmelitas–, la siguiente pregunta lógica es: ¿Cómo se supone que yo puedo ser santo?

Aquí les dejo un video de San Josemaría Escrivá de Balaguer, un santo conocido por buscar a Dios en lo ordinario, que nos puede dar algunas luces:

«Allí dónde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí  está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es en medio de las cosas más materiales de la tierra donde debemos santificarnos». Dios nos ha creado para ser santos en nuestro entorno, con nuestras circunstancias y en nuestra realidad. Dios quiere que te acerques a Él amando a quienes tienes cerca (tus hermanos, tus amigos, tus compañeros de trabajo). No hace falta que hagas malabares o que seas un héroe de una novela épica; Dios te ha puesto donde estás porque quiere que tú (con tu nombre, apellido y nacionalidad), en tu día a día, des lo mejor de ti amando cada cosa que haces y así construir un mundo que te acerque a ti y a los demás a Él, al Amor.

¿Y esto cómo se hace concreto? Esforzándote al realizar los deberes que te tocan diariamente (estudiar, trabajar, arreglar la casa), viviendo con alegría las circunstancias concretas de tu vida, siendo agradable y muy humano con las personas que te rodean, etc. Y es que ser santo no es nada más que pedir a Dios que moldee en nuestro interior la mejor versión de nosotros mismos. Es ser feliz plenamente por vivir de forma cotidiana el amor de Dios y permitirle llegar a este mundo y a las personas que tenemos cerca, a través de nuestras acciones y oraciones.

La vida de la monjita carmelita, del misionero, o de otras formas de vida consagradas por entero al Señor y al Evangelio, brillan por su entrega y esfuerzo, evocando de forma tal vez más rápida las virtudes que nos llevan a considerar a una persona «santa». Pero está claro que también (aunque no lo percibamos o no nos enteremos nunca) que el atender a nuestro quehaceres diarios con esfuerzo, ilusión y de manera virtuosa, trae mucho bien al mundo y a nosotros mismos.

Dios nos llama a todos a la santidad, porque nos ha creado llamándonos desde el inicio a la felicidad plena, a vivir ese anhelo personal e íntimo que cada ser humano tiene dentro. Por esta razón nos ha creado, para que seamos plenamente felices y, ¿cómo ser plenamente felices? (pregunta del millón), amando. Como dice San Josemaría, «ya sea en un laboratorio o en el campo, seremos felices y santos si hacemos lo que nos toca amando siempre».

La santidad no es una cosa de otro mundo, es tu día a día de cara a Dios y a su amor. Son las caras que ves todos los días a las que puedes tratar con más cariño por el Señor, son esos minutos extras que dedicas a alguna tarea para que quede mejor. El Señor te invita a vivir tu vida diaria desde la perspectiva del amor, para que cada día sea nuevo.

¡Mucho ánimo! 😉