

«Ser sacerdote significa ser amigo de Jesucristo, y serlo cada vez más con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios tiene que vivir en nosotros y nosotros en él. Esta es nuestra llamada sacerdotal: sólo así nuestra acción de sacerdotes puede dar fruto» (Papa Benedicto XVI).
Durante estos días que celebramos la Semana Santa pienso en la riqueza que tiene cada uno de estos días santos. No solo en eventos litúrgicos, sino en la grandeza de los misterios que se celebran. Yo quiero aprovechar el día de hoy, Jueves Santo, para resaltar uno de los regalos más grandes que Jesús nos dejó: El sacerdocio.
Recordamos hoy ese día en que Jesús se reunió con sus discípulos en torno a la mesa, para cenar juntos por última vez. El Señor en estas últimas horas, con sus palabras y con sus hechos nos hace 3 regalos: La institución de la Eucaristía, el Mandamiento del amor y el sacramento del Sacerdocio.
Podría hablar de cada uno por separado, pero se me ocurre que estos aspectos están íntimamente unidos y son encarnados en la vida de un sacerdote. Es decir, el sacerdocio que viene de Jesús mismo, tiene la hermosa misión de perpetuar a Cristo a través de la Eucaristía y los sacerdotes son llamados a ser emisarios y testigos del Amor de Jesús por cada uno de los hombres.
Piensen en algún sacerdote que conozcan; sino lo conocen traten de responder esta pregunta: ¿Por qué creen que es importante que existan hombres que sean sacerdotes? ¿Qué es lo que los hace valiosos?
Algunos pueden pensar que lo más importante es lo que puede hacer un sacerdote. Consagra el pan y el vino, bautiza, confiesa, celebra matrimonios, puede bendecir, ungir a los enfermos, puede hacer mucho bien sirviendo a las personas que necesitan en el cuerpo y el espíritu. Y ciertamente estos aspectos son valiosos, pero no es que su dignidad sea únicamente en función a su quehacer o a su profesión. Sus obras pueden ser buenas, buenísimas y necesarias, pero no lo son todo. Con este criterio podría también decirse que aquellos sacerdotes que no brillan por sus obras, que no son los más famosos por sus acciones de caridad, o que incluso obran mal pueden ser etiquetados como menos válidos.
Entonces, ¿de qué se trata? ¿Por qué considera a los sacerdotes como un regalo de Dios?
Dado que la manera de pensar contemporánea nos mueve a considerar el valor en los resultados, los éxitos, lo tangible, lo productivo, puede que nos perdamos de vista de los aspectos más esenciales. En el caso de los sacerdotes es muy importante recordar que su identidad, lo más hondo de su ser están marcados, escogidos desde siempre personalmente por Él para que sean sus embajadores y representantes, que sean otros Cristos en la tierra, que sean para los demás luz de Dios, no sólo en lo que hacen sino en lo que son, en el sello divino recibido en el Sacramento del Orden.
También sabemos que no son las cualidades personales, pues Jesús escogió a sus discípulos que no eran perfectos, que no eran cultos, que tenían muchas equivocaciones, que no eran las personas más representativas de la sociedad; pero ciertamente la lógica y la mirada de Dios traspasa lo aparente y superficial. Esta condición de fragilidad humana no los limitó en emprender la misión que el Señor les encomendó y para que Dios obrará maravillas a través de ellos.
Sabemos que en la actualidad el sacerdocio no es bien visto por algunos y hay quienes no confían en ellos. Sabemos que ha habido muchos errores graves, que varios no han sido coherentes ni han sido siempre ejemplares. Pero esto no indica que no haya muchos buenos y fieles a su identidad y a su vocación, que no haya de los que apasionados encarnan a Cristo en el mundo y lo hacen presente a los demás.
Yo por ejemplo percibo este regalo de Dios de una manera muy clara en el ámbito en el cual trabajo. Cuando estoy acompañando a un enfermo grave, que tiene una enfermedad avanzada, que tiene pocas posibilidades de curarse, surgen muchas inquietudes en esa persona, miedos, angustias, especialmente por el sufrimiento, frente a la posibilidad de la muerte. En este contexto resulta muy consolador cuando un sacerdote puede ser fuente de esperanza, no por sus capacidades humanas de diálogo y escucha, sino por ser para esa persona una manifestación de la presencia de Cristo y además que puede alcanzar el alivio y consuelo espiritual sacramental; y para mí también resulta muy reconfortante saberme acompañado en mi labor por la presencia y oraciones de un sacerdote que me alientan especialmente cuando la labor se hace ardua.
0 comentarios