Desde que se aprobara el divorcio sin causal a nivel jurídico y la visión ideologizada de la sexualidad tomara por asalto la cultura, la confianza en la institución del matrimonio ha ido en franca disminución. Estos cambios sociales y legales han traído como triste consecuencia lo que muchos autores han denominado una redefinición del matrimonio. Y se usa el vocablo “redefinición” porque eso es lo que se ha conseguido a nivel íntimo: se ha logrado que en la cabeza de muchísimas personas —sobre todo pertenecientes a generaciones más jóvenes— el matrimonio pierda su sentido original convirtiéndose, en el caso que les interese contraerlo, en un simple contrato emocional. La exclusividad y la perpetuidad —propiedades inalienables de cualquier unión conyugal— han pasado a ser casi inexistentes en las uniones maritales, dándole protagonismo exclusivo al amor y a las emociones. El efecto más visible de esta redefinición es la gran cantidad de divorcios y de hijos criados sin alguno de los padres lo que, como se sustenta con datos empíricos muy fiables, ha traído como consecuencia múltiples males sociales y personales.

Un matrimonio a la medida

La cultura y el Estado hoy facilitan de múltiples maneras la ruptura de un matrimonio. Y, todos los que de alguna manera defendemos el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer, padre y madre, que se unen para fundar un hogar, tener y educar hijos, podemos ser calificados como los seres humanos más retrógrados del mundo. Frases del tipo “el amor hace a la familia”,  “mejor dos papás o dos mamás a ninguno” o “el amor es lo único que importa” encuentran un caldo de cultivo perfecto en una sociedad en la que se ha llegado a imponer la idea de que el amor es el sustento legal de un matrimonio y que no debería importar nada más.

Si la realidad reflejara objetivamente los beneficios de esta nueva visión sobre el matrimonio, no tendríamos ningún problema en aceptar que, efectivamente, podría haber un cambio en la concepción de la unión conyugal y que lo que funcionó hasta ahora,  no necesariamente tiene que seguir haciéndolo. De ser ese el caso, no aceptarlo sería como rechazar por simple necedad un avance en medicina que nos da mejor calidad de vida. Sin embargo, ¿podemos realmente afirmar que esta visión de la unión sexual, y por tanto marital, que ha prevalecido en los últimos 50 años, ha sido buena para la sociedad, para las mujeres, para los niños o para los hombres que se ven privados de criar a sus hijos? Es aquí donde debemos levantar la ceja y preguntarnos: ¿realmente el matrimonio no sirve más que como una atadura externa que no nos deja amar con libertad? O, como lo han visto hasta las sociedades clásicas más “progresistas”, ¿tiene un sentido más allá de lo emocional?

El matrimonio: ¿es solo ataduras?

Explicar qué es el matrimonio y por qué debe ser promovido, defendido (y querido por nosotros, además) es un trabajo que requiere muchas páginas. Pero sí me gustaría, rescatando algunas ideas presentadas en el video que acompaña este post, dar algunos argumentos que pueden enriquecer una visión general sobre por qué el matrimonio ofrece muchos beneficios, no solo a quienes lo contraen sino también a la sociedad en general.

1. El matrimonio responde a una realidad natural basada en la complementariedad de los sexos y su poder reproductivo. De esa manera, el matrimonio responde a la necesidad real de que los niños sean concebidos por una madre y un padre comprometidos a educarlos en condiciones estables de una relación de por vida. Inclusive, en culturas como las griegas o la romana, por ejemplo, donde se aceptaba abiertamente la homosexualidad, se reconocía que la unión entre un esposo y una esposa era una relación distinta, única e importante, y no equiparable a cualquier otro tipo de unión personal.

2. Del punto anterior podemos concluir que el Estado no crea el matrimonio. Lo reconoce. Este es un punto clave para entender los debates políticos actuales. El matrimonio es una institución natural que precede al Estado. La sociedad como un todo —y no solo los cónyuges— se beneficia del matrimonio. Porque el matrimonio ayuda a canalizar el amor procreativo a una institución estable que provee el cuidado y desarrollo de la siguiente generación.

3. El matrimonio existe y ha sido protegido por el Estado no porque fuera una unión amorosa sino porque dicha unión genera nuevos seres humanos. El amor no es un tema político, además. Y como bien lo ha demostrado la ciencia, el mejor camino para que un niño dependiente logre la madurez biológica, emocional y espiritual es con el cuidado de ambos padres. Por lo tanto, el matrimonio existe para hacer responsables al hombre y a la mujer el uno del otro, así como de los niños que puedan tener.

Cuando un niño nace, normalmente hay una madre cerca. Sin embargo, no necesariamente sucede lo mismo con el padre. Pero cuando existe un matrimonio, la posibilidad de que el padre del niño esté comprometido con la madre y con el bebé, se incrementa. ¿O nos atreveríamos a negar que cuando se trata de sexo casual que trae un bebé al mundo, siempre están los dos padres para recibir y educar al niño? Así, el matrimonio conecta de manera única e irremplazable el sexo, los hijos, los papás y las mamás.

4. El matrimonio beneficia a todos porque separar la concepción y la educación de los niños del matrimonio arrastra a otros inocentes espectadores. Cuando los padres son incapaces de cuidar a sus niños, alguien lo tiene que hacer. Normalmente ese “alguien” es el Estado. ¿Quién mantiene al Estado? Los ciudadanos. Así, muchos recursos económicos que podrían destinarse a desarrollar otros ámbitos sociales, tienen que ser destinados a cubrir las carencias que deja la ausencia de matrimonio. Cuando se promueven valores matrimoniales como la monogamia, la exclusividad sexual y la permanencia, el estado fortalece a la sociedad civil y reduce su presencia en los espacios privados, como es la familia.

5. El matrimonio no es un concepto que alguien construyó para obtener algún beneficio. Tampoco debe ser visto como una cárcel que dificulta el huir cuando todo va mal. El matrimonio tiene una misión. Efectivamente, el amor es esencial para hacerlo más o menos feliz. Pero eso no es lo que lo valida como institución ni sus fines. El amor libre, el verdadero, requiere de compromiso. ¿Cómo amar y entregar mi vida si no me aseguran que será para siempre? ¿Cómo formar una familia si nadie garantiza que los derechos esenciales serán protegidos? Para amar con libertad necesitamos sentir que nuestro amor, manifestado en hechos concretos, será defendido y correspondido. Y, lamentablemente, las cifras hoy nos demuestran lo contrario. Tantos divorcios y familias rotas, ¿no nos dicen algo? ¿No será que lo “retrógrado” funcionaba? Tal vez mirar la historia con la razón y no con la emoción podría ayudarnos a esbozar algunas conclusiones.