

Es un video divertido. Sin duda. Y quizá nos haga reír pues –de alguna manera– nos podemos ver sutilmente reflejados en estas escenas que no son para nada exageradas. Más aún, se han vuelto tan normales que podemos enumerar una larga lista de justificaciones que sustentarían el supuesto desmanejo emocional que a veces sufrimos cuando acompañamos a nuestros hijos a alguna clase o taller extra curricular y nuestros pobres niños no son tratados como lo que obviamente son: campeones mundiales en potencia de lo que sea.
Y esta idea de que todos tenemos por hijos a genios encerrados en cuerpos de niños o adolescentes no es creación nuestra. Es más, me atrevería a decir que es fruto de ideologías que promueven concepciones de la vida que –entre otros muchos efectos negativos– nos confunden sobre el verdadero sentido de lo que es vivir y lo que implica alcanzar la verdadera felicidad. Si no, ¿por qué no basta mirar alrededor y darnos cuenta qué tal vez el 99.9% de las personas que conocemos son seres humanos comunes y corrientes, que no salen en ninguna revista o programa de televisión y que en esas condiciones, le encuentran un gran valor y sentido a su vida?
Lo que pasa es que hoy —entre otros pensamientos que se creen progresistas— varios “gurús” de la pedagogía nos han convencido, con palabras complicadas y mezcla de conceptos, de que si nuestros hijos no son millonarios, presidentes de alguna transnacional o medallistas olímpicos, la culpa es nuestra o, paradójicamente, del sucio sistema opresor que exige tener a las personas sub-empleadas y como robots para alimentar sus intereses capitalistas. Claro, desde su fortalecido ego, para ellos no cabe la posibilidad de que el funcionamiento normal de la humanidad desde su creación tenga un sentido que permita alcanzar la realización personal.
Tal vez este “new age” de la educación –que exacerba la emocionalidad, menosprecia el conocimiento en pro de la tecnología y confunde la exigencia con la explotación infantil— combinado con otros factores socioeconómicos y culturales, ha dado como resultado que a los niños se les pida que actuen cada vez menos como niños. Pero no porque no los dejamos jugar como antes —o porque hagan muchas tareas, como sostienen otros— sino también porque los privamos de su derecho a ser educados en la exigencia, el esfuerzo y el trabajo en las cosas ordinarias de la vida. En cambio, hoy los sobreprotegemos y tratamos de suplir todas sus necesidades aduciendo que no pueden perder el tiempo haciendo su cama cuando por delante tienen un futuro tal que no pueden invertir ni un segundo en nimiedades.
Y es ahí, en ese cambio de paradigma paternal, que empieza a manifestarse un nuevo tipo de padre que hoy es categorizado como “helicóptero”. El término “padre helicóptero” tiene su origen en el año 1969, en el libro Between Parent & Teenager de Haim Ginot. Allí se habla de una adolescente quien dice: «tengo a mi madre siempre encima como un helicóptero». El concepto se extendió luego, alrededor del año 2000, cuando los directivos de las universidades americanas detectaron un mayor número de padres de estudiantes que se entrometían demasiado en la vida académica de sus hijos prácticamente adultos. Inclusive, hay universidades en Estados Unidos que contratan personal exclusivamente para atender llamadas y correos de los padres que quieren ayudar a sus hijos hasta a escoger los cursos que deben llevar. Y no es raro, también, que algunos profesionales de selección de personal hayan recibido a jóvenes candidatos que asistían a la entrevista de trabajo… ¡con su mamá!
Estamos quizá frente a uno de esos casos en donde lo complejo es encontrar el punto de equilibrio. ¿Cuánto deben estar presentes los padres? ¿Cuál es la medida? Autores como Carl Honoré, en su libro Bajo presión, opinan sarcásticamente que «la infancia es algo demasiado precioso para dejarlo a cargo de los niños y los niños son algo demasiado precioso para dejarlos solos». Y no le falta razón ya que tenemos suficiente evidencia de que el cuidado excesivo no está trayendo, desafortunadamente, buenos resultados ni mucho menos, niños mejor educados.
Si bien abordar este tema puede exceder el espacio de este post, quisiera compartir algunas ideas que nos ayuden a reflexionar sobre si, de alguna manera, estamos siendo padres sobreprotectores hasta el punto de estar dañando a nuestros hijos.
Algunas reflexiones
Hay que aprender a diferenciar entre estar involucrado ser sobreprotector. Lo primero es el impulso último que necesitan los chicos para consolidar la confianza en sí mismos. En cambio, la sobreprotección produce el efecto contrario porque genera la idea de que no pueden lograrse objetivos por uno mismo.
¿Estamos educando para el éxito? ¿Para cuál? Gran parte del síndrome de los padres helicóptero se debe a que se sigue una cultura que ansía la fama, el poder, el dinero y la belleza al estilo Hollywood. Y si educamos a nuestros hijos según esta idea que no contempla el fracaso, pueden terminar justamente fracasando y sin entender por qué o cómo llegaron ahí, inundados de las ansías de los padres por ese sueño que, seguramente, nunca cumplirán.
¿No queremos que nuestros hijos fracasen? Entonces no tendrán tolerancia ante la frustración, ese mecanismo que ayuda a superar situaciones contrarias. Cuando no se tolera el fracaso, se puede pasar de una simple tristeza temporal a una depresión más profunda.
Es un sentimiento normal querer que nuestros hijos sean felices y que no sufran. Sin embargo, crecer y hacerse fuerte implica afrontar obstáculos y experimentar la adversidad porque es ahí donde uno desarrolla competencias y destrezas para afrontar la vida en distintos ámbitos y momentos.
Irónicamente, desde la perspectiva descrita arriba, educar para el éxito no contempla realizar tareas domésticas. ¿Cómo vamos a hacer que nuestros hijos pierdan tiempo en cosas tan básicas? Sin embargo, la familia es la mayor escuela de virtudes y, claro está, involucrarlos en los trabajos de la casa les enseña a tener disciplina, responsabilidad y autonomía.
¿Confundimos presencia excesiva con cuidado? Es momento de preguntarnos si es que estamos cubriendo necesidades reales de nuestros hijos o estamos imponiendo una fantasía personal de lo que nosotros quisiéramos que ellos sean.
Finalmente, algo que sí les podemos dar a nuestros hijos sin límites es amor. En eso nunca nos excederemos. Y el verdadero amor no ata ni genera dependencias. Es un don gratuito que busca lo mejor para el otro. No es un sistema de méritos y retribuciones.
0 comentarios