Siempre que veo videos protagonizados por niños me lleno de nostalgia. Quisiera volver a serlo y que el tiempo se detuviera para seguir viviendo con esa mirada propia de la niñez: una mirada libre, auténtica, despreocupada y sencilla. ¡Qué dificil es ser adulto y aprender a vivir en un mundo de adultos! Por eso Saint-Exupéry recordaba con tanta melancolía a su pequeño príncipe:  «Todas las personas mayores fueron al principio niños (aunque pocas de ellas lo recuerdan)». ¿Qué es lo que sucede en nuestro interior para que olvidemos nuestra infancia?

Quizá la respuesta se perfila en algo en este pasaje de «El Principito»: «A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: “¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?” Pero en cambio preguntan: “¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?” Solamente con estos detalles creen conocerle». Cuando crecemos ponemos nuestra identidad, nuestras aspiraciones y esperanzas en cosas pasajeras, desviamos la mirada de nosotros mismos para ponerla en nuestros logros y quizá, en nuestras decepciones.

Por eso, para recobrar la esperanza, y (aunque seamos adultos preocupados por las cifras y las cosas externas) podamos recordar, y como estas niñas ver lo esencial, les dejo un extracto de esta bonita homilía del Papa Francisco del año pasado, donde habla de los niños:

[dropcap]«E[/dropcap]n primer lugar, los niños nos recuerdan que todos, en los primeros años de la vida, hemos sido totalmente dependientes de los cuidados y de la benevolencia de los demás. Y el Hijo de Dios no se ahorró esta etapa. Es el misterio que contemplan cada año en Navidad. El Belén es el icono que nos comunica esta realidad de la forma más sencilla y directa.

Dios no tiene dificultad para hacerse entender por los niños, y los niños no tienen problemas para entender a Dios. No por casualidad en el Evangelio hay algunas palabras muy bellas y fuertes de Jesús sobre los “pequeños. Este término “pequeños” indica a todas las personas que dependen de la ayuda de los demás, y en particular los niños. Por ejemplo, Jesús dice: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los inteligentes y las has revelado a los pequeños” (Mt 11,25). Y también: “Cuidado de no despreciar a uno solo de estos pequeños, porque yo os digo que sus ángeles en los cielos están viendo siempre el rostro de mi Padre” (Mt 18,10).

Por tanto, los niños son en sí mismos una riqueza para la humanidad y para la Iglesia, porque nos recuerdan constantemente la condición necesaria para entrar en el Reino de Dios: la de no considerarnos autosuficientes, sino necesitados de ayuda, de amor y de perdón.

Los niños nos recuerdan que somos siempre hijos: aunque uno sea adulto, o anciano, aunque sea padre, ocupe un puesto de responsabilidad, en el fondo sigue estando la identidad de hijo. Y esto nos remite siempre al hecho de que la vida no nos la hemos dado sino que la hemos recibido. A veces corremos el riesgo de vivir olvidando esto, como si fuéramos nosotros los dueños de nuestra existencia, y en cambio somos radicalmente dependientes. En realidad, es motivo de gran alegría sentir que en cada edad de la vida, en toda situación, en  toda condición social, somos y seguiremos siendo hijos. Este es el principal mensaje que los niños nos dan, con su misma presencia.

Pero hay muchos dones, muchas riquezas que los niños llevan a la humanidad. Recuerdo solo algunos.

Traen su manera de ver la realidad, con una mirada confiada y pura. El niño tiene una confianza espontánea en papá y mamá; y tiene una confianza espontánea en Dios, en Jesús, en la Virgen. Al mismo tiempo, su mirada interior es pura, no aún contaminada por la malicia, por las dobleces, por las “incrustaciones” de la vida que endurecen el corazón. Sabemos que también los niños tienen el pecado original, que tienen sus egoísmos, pero conservan una pureza, una sencillez interior.

Los niños además llevan en sí la capacidad de recibir y dar ternura. Ternura es tener un corazón “de carne” y no “de piedra”, como dice la Biblia (cfr Ez 36,26). La ternura es también poesía: es “sentir” las cosas y los acontecimientos, no tratarlos como meros objetos, sólo para usarlos, porque sirven …

Los niños tienen la capacidad de sonreír y de llorar: dos cosas que en nosotros los mayores a menudo se “bloquean”, ya no somos capaces… Depende siempre del corazón que se endurece… Y así los niños pueden enseñarnos otra vez a sonreír y a llorar.

Por todos estos motivos, Jesús invita a sus discípulos a “ser como los niños”, porque “de quien es como ellos es el Reino de los cielos” (cfr Mt 18,3; Mc 10,14)».