A veces, la vida es como el mar: monótona y siempre igual a primera vista. Parece que nada nuevo nos va a traer, que nada nuevo va a ocurrir si atendemos a las apariencias. Pero, de pronto, la marea arrastra un tesoro desde tierras remotas y lo deposita a nuestros pies. Y ese tesoro insospechado e inmerecido podría ser un amigo.

¿Quién no ha sentido algo especial al conocer al que va a ser su mejor amigo? Cuando conoces a quien te va a apoyar en este largo camino de peregrinaje que es la vida, sientes que Dios te ha enviado a alguien que tiene una parte importante del mapa de tu felicidad, de ese mapa que los llevará a ambos a aquella escurridiza catedral llamada Paraíso, que se distingue al final de la ruta. Dios te ha enviado a un guía y compañero y eso te basta para estar agradecido y sentirte vivo.

Es curioso lo que ocurre con la amistad, pues admiras en el otro precisamente todo aquello de lo cual careces: valentía, decisión, alegría, fuerza, seguridad; porque esas virtudes te ayudan a mejorar como persona e, incluso, llegas a adquirirlas con el trato diario. Pero ocurre que un día te das cuenta que tu amigo y compañero de camino también te aprecia y admira y ve en ti virtudes que ni siquiera habías sospechado. Lo más gracioso es constatar cómo, poco a poco, te vas convirtiendo en alguien parecido a él y cómo él se convierte, a su vez, en alguien parecido a ti, en el modo de ser, de hablar, de accionar, de escribir, de pensar. Y es que tu mejor amigo ha pasado a formar parte de ti y tú de él, y si ambos tienen la misma fe, el vínculo es mucho más fuerte, porque forman parte de un todo indivisible que es la Iglesia. Una unión así solo puede hacerte feliz, te sientes pleno, como si fueses un enorme rompecabezas que ha encontrado, de pronto, aquella pieza que le faltaba.

Un amigo siempre logra sacar del interior de nuestro ser todos esos talentos que creíamos dormidos. A veces nos indica cómo tenemos que utilizarlos; en ocasiones, incluso, nos dice que debemos ponerlos al servicio de Dios. Un amigo de verdad no solo te ayuda a cargar tu pequeña cruz de peregrinaje, sino que te hace una mejor persona, te anima a cumplir con los objetivos de ruta, con todo aquello que Cristo tenía planeado para ti desde siempre. Un amigo, sobre todo, es alguien que cree en ti y que te ayuda a creer en ti mismo. Es aquel que te protege de tus propias lágrimas, de tu tristeza, de tu desconsuelo y desesperación, de tu furia, del desprecio que por momentos sientes hacia ti. Un buen amigo espanta el miedo que hay en tu corazón y te enseña a confiar en la protección de Dios. Con él somos tal como somos, sin máscaras ni falsas actitudes. Él sabe cómo eres y así le gustas. Solo a los verdaderos amigos les abrimos nuestro corazón, solo con ellos somos absolutamente sinceros. Saben nuestros defectos, saben lo peor que hemos hecho y pensado, pero aun esos secretos compartidos nos hermanan más con ellos.

Pero, ¿qué ocurre cuando ese compañero de vida y de peregrinación desaparece y se va de nuestro lado? ¡Qué abismos no se abren a nuestros pies! ¡Cuántas lágrimas no corren entonces! Cuando un amigo se va definitivamente o cuando un amigo muere, muere también una parte de nosotros, un lado nuestro que solo resucitaba a la luz de sus virtudes. Los planes que teníamos juntos, la vida que imaginábamos juntos, también ha muerto. De momento, también se ha ido esa alegría y felicidad indescriptibles que solo sentíamos a su lado. Sin embargo, luego caemos en la cuenta que un alma que se ha apoyado en Cristo no puede estar muerta y que desde ahí, desde donde está, también nos cuida y reza, día a día, por nuestra felicidad. Si un amigo está más cerca de Cristo, nosotros también estamos más cerca de Él, es más, podemos sentir que nuestro amor por Dios crece gracias a esa amistad.

Es verdad que al inicio nos parecerá que una vida sin nuestro mejor amigo, sin la antorcha de nuestra ruta, no tiene en lo absoluto sentido, pero, en el fondo sabemos que él se seguirá sintiendo orgulloso de nuestra amistad si resistimos, aunque duela, aunque tengamos que recoger los pedazos de nuestra alma para seguir caminando. Parece imposible, pero no lo es, porque él estará ayudándonos siempre con su amor y con sus oraciones. Lo sabemos porque aún podemos sentir su afecto en nuestra alma y porque creemos que él sigue viviendo en nuestro corazón. Un corazón que le habíamos abierto y que permanece abierto para él.

Para dos seres humanos unidos por la fe, la separación por la muerte de uno de ellos será dura y hasta cruel, pero si ambos creen en las promesas de Cristo, sabrán que van a encontrarse en la única Patria común que tenemos todos: el Cielo. Creo que el amor, en este caso el amor de la amistad, siempre trae consigo la valentía, y si uno en verdad ama a un amigo, debe tener la valentía de aceptar que el plan de Dios los ha separado y tener la valentía de luchar por obtener un lugar en esa Patria común que es el Cielo.

Añoramos a nuestro amigo como si hubiésemos perdido nuestra propia alma. Lloramos porque algo se está rompiendo en nuestro corazón, pero solo para renacer en Cristo, exactamente como si fuese una hermosa semilla.

El mejor regalo que podemos hacerle a un amigo que se ha ido es rezar siempre por él. No hay mejor forma de demostrarle nuestro amor, que ponerlo siempre en las manos de Dios.


Artículo escrito por Evelyn García Tirado.