

Hoy quisiera abordar este tema de una forma un poco distinta. Este punto de vista, a mi modo de ver, puede servirte para discutirlo con tus amigos…
Para hablar sobre la felicidad tenemos que partir del hecho de que el hombre es egoísta. Nacemos egoístas, incluso, amamos lo que hacemos por razones, en algún punto, egoístas. Nos cuesta pensar en el dolor ajeno y nos preocupamos más por un dolor en nuestro dedo gordo del pie, que por el drama del que está a nuestro lado.
Pero, este deseo de felicidad, de querer cosas que nos llenen por completo, no puede ser solo un deseo autosuficiente y ególatra. ¿Dios se equivocó al poner ese anhelo autoreferencial en nuestro corazón? No. No se equivocó. Nos dio otros modos, otros ángulos para superar nuestro egoísmo y permitirnos salir del centro de nuestro yo. Gracias a Él tenemos mil posibilidades de encontrar una alegría duradera.
«Lo mismo que todos los radios de una circunferencia convergen en su centro, así el hombre hace dirigirse hacia sí mismo todo cuanto le rodea. Y esto por instinto, por su propia naturaleza terrestre. Pues bien: la tarea por ascender hacia lo mejor de nosotros mismos no es otra que «la destrucción progresiva de nuestro egoísmo»; es decir, «nuestra excentración» hasta conseguir «perder pie en nosotros mismos». De ahí que un hombre completo (un santo, desde el punto de vista religioso) no es aquel que más se sube encima de sí mismo, sino aquel que más se «abre», el que consigue sacar el centro, poco a poco, hasta fuera de su propia circunferencia. Lo normal es que el hombre se muera sin lograrlo, abriéndose a fragmentos, a trozos, y que tenga que ser la muerte «el agente de la transformación definitiva», quien nos dará «la abertura requerida» para recibir la plenitud del amor» (José Luis Martín Descalzo).
El hombre nace como una circunferencia con el eje en el centro de sí misma. Todo gira hacia ese centro, todo debería subordinarse a él. Pero el alma, lentamente, comienza a descubrir que hay algo por encima y fuera de esa circunferencia, algo que le afecta también a ella, algo que lo trasciende y lo impulsa a salir de sí mismo. Esto es lo lindo y lo difícil: poner la mirada en ese nuevo centro y cambiar. Por eso, no se trata de enojarse con el egoísmo propio (este hace parte de nuestra naturaleza limitada). Se trata de lograr que ese centro de gravedad pese menos, que se expanda cada día, que salga de sí. Para ello es muy importante no olvidarnos que ese centro siempre pesará y que toda la vida tendremos que luchar un poco con él. Se me ocurre que esa lucha será más fácil si en ese esfuerzo por salir de nosotros mismos, no terminamos poniendo el centro en otras cosas (que aunque no seamos nosotros) terminan siendo distracciones, máscaras de libertad y autenticidad (con las que luego tendremos que luchar) sino que buscamos poner ese centro en algo duradero y estable.
Y bueno, para redondear la idea: si Jesús todavía no te convence de salir de ti mismo, de tu centro de confort y egoísmo, puede que ellos te den un empujón 😉
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