

Me encantan las comparaciones: más, menos, igual, casi, tanto como. Para describir son fantásticas, pero solo para describir. Cuando éstas se convierten en una voz interna para calificar, estamos en problemas.
Podría decir que todos en algún momento de la vida hemos caído en mayor o menor grado en esto de compararnos, en ese afán que tenemos de saber si somos mejores o peores que otro. Las comparaciones están presentes desde que nacemos. Recuerdo las siguientes frases cuando nació mi segundo hijo: “es más flaquito que la hermana”, “¡uy!, tiene ojos azules, la hermana va a estar celosísima”. Mil comparaciones entre dos hermanos que tenían solo minutos de conocerse.
Las comparaciones pueden convertirse en pensamientos muy frecuentes en nuestra vida. Existen personas que se encuentran constantemente midiéndose con todos a su alrededor. La necesidad de saber si estás por encima o por debajo del estándar con el que calificas al otro puede incluso volverse una obsesión y los parámetros de comparación pueden ser infinitos: la belleza física, la situación económica, el nivel académico, el nivel cultural, la cantidad de amigos, el grado de diversión, el grado de compromiso, la situación familiar, el tipo y el número de hijos, etc. Existen comparaciones para absolutamente todo. Al calificar a las personas, las volvemos simples, con un valor asignado de acuerdo a la calificación. Y así de pronto aparecen personas que son superiores a otras, que valen más que otras, que tienen dignidad superior a otras o mayores derechos que otras.
¿Qué sucede cuando nos comparamos?
Las comparaciones traen mucha inseguridad y por lo tanto angustia. ¡Qué difícil estar siendo todo el tiempo evaluado! Por un lado nos volvemos objetos con un valor asignado, valemos de acuerdo al estándar que hemos logrado. Si no llegamos a éste nos consideramos menos, por lo tanto nos angustiamos y nos volvemos inseguros. Incluso en algunos casos esa angustia e inseguridad pueden traducirse en celos y envidia, y cuando ya estamos contaminados con estos sentimientos somos presa fácil de actitudes tan nocivas como la mentira, pues para lograr el estándar no nos queda otra alternativa que aparentarlo. Poco a poco vamos perdiendo ese ser auténtico que hay en nuestro interior y cuando ya nos sentimos satisfechos, existe el peligro de que el orgullo y la soberbia nos hayan vuelto ciegos, de tal modo que comenzamos a creernos superiores.
¿Por qué nos comparamos?
Me he preguntado varias veces cuál es la razón por la que nos estamos comparando continuamente. ¿Por qué esa actitud de querer tener la calificación más alta posible frente a uno mismo y a la sociedad? Creo que la respuesta es simple: la necesidad que tiene el ser humano de ser amado así como ese llamado a trascender, a ser recordados. Sin embargo, contaminados como estamos, nuestros anhelos se traducen en comparaciones que muy lejos de darnos valor nos lo arrebatan.
Entre los seres humanos no existe comparación válida. No existen dos hombres iguales. Cada ser humano es único e irrepetible. Nadie es exactamente igual a ti, ni ha tenido tus mismas vivencias, ni tus mismas experiencias. Incluso los hermanos gemelos criados por los mismos padres son distintos, únicos. Hemos sido creados de esta manera y a cada uno de nosotros nos han entregado dones y facultades propias, destinadas a llevar a realizarse dentro de un plan que nadie más lo podrá llevar a cabo. Por eso podemos afirmar que, más allá de estas características únicas, ya soy el más querido, el infinitamente amado. Decir esto puede resultar simple y fácil pero requiere una reflexión diaria. Para ayudarnos a profundizar podrían ayudarnos tres preguntas: ¿cómo permitir maravillarnos más con la realidad de ser amados por lo que somos?; ¿cómo dejarnos admirar por ser amados por Aquel que lo es Todo?; ¿de qué sirve entonces compararnos?
«¡Oh Señor omnipotente y bueno, que cuidas de cada uno de tus hijos como si fuera el único, y que de todos cuidas como si fueran uno solo!» (San Agustín).
Mirarnos con nuevos ojos
Al compararnos perdemos objetividad, no nos vemos de una manera integral sino reducidos a una o a unas pocas características. Tampoco vemos en nosotros todo lo bueno que tenemos.
Aprendamos pues, con mucha paciencia y caridad con nosotros mismos y con los demás, a vernos como Dios nos ve, a ser objetivos y sin el afán de calificarnos, sino con el deseo de descubrir nuestros dones y ponerlos al servicio de los demás. Un ejercicio muy recomendado para aprender a mirarnos correctamente consiste en hacer una lista de nuestras virtudes y reconocer cómo estas se manifiestan en nuestro quehacer diario.
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