Hace poco tuve la bendición de participar en unas misiones con un grupo de 50 jóvenes. Durante una semana visitamos la comunidad de un pueblo en el campo. Nuestra intención era encontrarnos con los pobladores casa por casa para compartir con ellos e invitarlos a diversos talleres educativos y apostólicos que organizábamos en las tardes para niños, jóvenes y adultos. Con todo esto, alentados por el Papa Francisco, fuimos decididos a compartir la misericordia de Dios con nuestros hermanos.

Después de caminar durante todo el día visitando personas, los misioneros nos reuníamos en las noches para poder compartir nuestras experiencias. A pesar del cansancio, durante esos momentos, viviendo la escucha y el diálogo, podíamos contemplar juntos las bendiciones palpables de Dios en nuestras vidas y en la de las personas que visitábamos. Lo más sobrecogedor era vernos de pronto sumergidos en la maravilla de lo esencial: fuimos creados por sobreabundancia de amor para amar y ser amados. Esta verdad fundamental era el núcleo en torno al cual giraban todas nuestras alegrías. Pero, ¿qué nos permitía constatar esto como si nunca antes lo hubiéramos vivido o escuchado?

«El que tenga oídos, que oiga» (Mt 13, 9).

Dios se manifiesta a nosotros de infinitas maneras, nos atrae constantemente hacia Él y con la luz de su Espíritu nos guía hacia la verdad completa. Nosotros, creados como personas, somos capaces de relacionarnos con Él, de escucharlo y responderle mediante un diálogo amoroso y confiado. Sin embargo, por nuestra fragilidad y por ciertas tendencias culturales que nos jalonan en dirección contraria a nuestra auténtica felicidad, muchas veces somos como sordos, incapaces de escuchar. No escuchamos con reverencia los mensajes de la realidad que nos rodea, ni los movimientos en nuestro interior, ni a los demás, y menos aún a Dios, que nos busca constantemente. Es por eso que bajar por un momento el volumen de la bulla que nos rodea nos pone ante el canto susurrante de lo esencial, aquel que solo podemos captar si nos disponemos a escuchar, a buscar, a preguntarnos más cosas, a mirar a los ojos a quienes nos rodean, a preguntarnos por Dios.

Las misiones fueron para todos un concierto de voces nuevas. La voz del interior buscando lo absoluto, la voz de los otros como una invitación a la amistad, la voz de los más necesitados llamando al amor, y la voz de Dios, de fondo, detrás de todas las otras voces, llamándonos a escuchar su Palabra misericordiosa. Nuevamente todo volvía a afirmar que hay un Dios Amor que, por infinita misericordia, habla y escucha, y que nos llama a escuchar y anunciar. Ya decían los apóstoles: «De lo que hemos visto y oído damos testimonio».

Las visitas a las casas de los hermanos que vivían en el pueblo muchas veces consistían básicamente en escuchar, en disponerse a que la alegría y el dolor de su corazón se vierta sobre nosotros, que se compartan las cargas, que la escucha pueda hacer germinar amor en la soledad, y así vivir la auténtica compasión con el prójimo que el Señor Jesús enseña en la parábola del buen samaritano.

Constatamos que no es posible «sufrir con», si el otro no aparece en mi radar, si vivo como sordo a la presencia del prójimo en mi camino. Y lo más importante de todo, que la única manera de empezar a escuchar de verdad es que podamos primero experimentar la misericordia infinita de Dios por cada uno de nosotros, que Él haga nuestro corazón de carne y que el que «hace oír a los sordos y hablar a los mudos» pueda llegar a nuestras vidas para decirnos como a aquel enfermo del Evangelio: ¡Effetha, ábrete! (Mc 7, 34). Solo en ese espacio puede caer Su semilla, crecer y dar fruto, como en el corazón de aquel que «escuchando» la Palabra la pone por obra.