Existen muchas clases de dolor, pero comúnmente los dividimos en dos: dolores físicos y dolores emocionales. Algunas veces ambos nos atropellas sin compasión porque suelen ser uno consecuencia del otro, cuando estamos tristes y deprimidos no comemos muy bien, podemos bajar de peso, sentirnos débiles etc.

La manera en que percibimos el dolor también es distinta dependiendo de qué tan fuertes nos encontremos espiritualmente. Muchas veces escuché decir que con Dios las batallas son más llevaderas pero solo hasta que fui madre me di cuenta que era cierto y cada vez que me enfrento a alguna clase de dolor por mi hijo viene a mi mente nuestra madre, María Santísima.

Hay dos escenas particulares que se grabaron en mi mente cuando vi «La Pasión de Cristo», que supongo la mayoría ha visto. La primera es en la que Jesús tropieza siendo aún un niño, cae al suelo y María corre a su auxilio como cualquier madre lo haría, lo abraza y lo consuela. La otra es ese pequeño encuentro en el que Jesús lleva a cuestas la cruz camino al calvario, María corre desesperadamente, abriendo paso entre la multitud para poder ver a su hijo, lleva prisa porque sabe que caerá y quiere estar ahí para levantarlo, para verlo a los ojos, para estrecharlo entre sus brazos y decirle “aquí estoy hijo mío”. Ese pequeño instante en que los dos pueden encontrarse de nuevo en medio del dolor, es para mí la muestra perfecta de que una madre daría lo que fuera por hacer que un hijo no tuviera que atravesar por el sufrimiento, María está dispuesta a cargar la cruz aunque en el fondo sabe que su hijo debe ser crucificado.

Sé que cuando una madre ve enfermo a su hijo piensa en su interior: ¿por qué el?, ¿por qué no yo?, ¿por qué tiene que sufrir el siendo tan pequeño? Nos vienen a la mente mil pensamientos, mil sentimientos de culpa, de rabia, de frustración. Es natural, el corazón de una madre no tiene comparación, no tiene límites para amar, no tiene horarios ni distinciones. Me gusta que este video plantee escenarios cotidianos. 

Las madres solemos llorar en secreto, cuando ya todos se han ido de la casa o cuando estamos solas en el carro, cuando tomamos una ducha o lavamos la ropa, nos desahogamos con la misma fuerza con que nos volvemos a levantar. Nos limpiamos el rostro y nos convencemos a nosotras mismas de ser capaces de seguir adelante, porque no hay más opciones. Una madre es el refugio seguro de todo niño, una madre es fuente de amor y tranquilidad. Cuando somos pequeños (grandes también) siempre pensamos: «mamá sabrá qué hacer, mamá lo va a arreglar, mamá puede hacer que funcione, mamá hará que todo esté bien». Somos fuertes, porque así Dios lo permitió al crearnos, pero también porque al convertirnos en madres lo dimos todo, nuestro cuerpo, nuestra energía, nuestra sangre, nuestro corazón, porque ese hijo que tenemos en brazos es un pedacito de nuestro ser.

Por eso somos capaces de llorar, de explotar y partirnos en mil pedazos a causa del dolor, somos capaces de gritar con furia y de sentirnos devastadas, de caer al piso sin aliento, de sentir que el corazón arde, que el aire no es suficiente, que ese dolor en el pecho nos atraviesa como una espada, esa que también atravesó el corazón de María. Pero después de desahogarnos viene una súbita calma, un aire fresco y una fuerza que solo Dios sabe de dónde sale para levantarnos y sacar una sonrisa, una verdadera, no de esas que no llegan a iluminar los ojos. Y entonces el corazón nos rebosa de amor y encadenamos en un rincón temporal al dolor que nos aprisiona, abrazamos con dulzura, cantamos canciones, inventamos historias, damos besos y apretones y somos madres, día tras día, sin importar cuál sea la circunstancia, sin importar que tan grande sea el dolor y el sufrimiento.

Cada vez que atravieso por un duro momento con mi hijo, que no necesariamente tiene que ser por motivos de salud, pienso en María. En el inexplicable dolor que soportó su corazón al ver a su hijo clavado en la cruz, pienso en que ningún otro ser humano ha sentido tanto dolor como ella y por eso mismo sé que es ella el refugio de todas nosotras las madres, es ella la única capaz de comprender a la perfección que tan  grande es el sufrimiento y es ella misma quien se encarga de correr a nuestro auxilio, de abrazarnos y consolarnos y de decirnos al oído: “aquí estoy hijo mío”.

Mamá: Hoy quiero darte las gracias por ser tan fuerte, por sonreír cuando por dentro lloras, por dar palabras de aliento cuando todo parece empeorar, te doy las gracias a ti que estás leyendo en caso de que nadie te haya dicho que eres una excelente madre.

Te invito a compartir este artículo con aquellos padres que sufren a causa de la enfermedad de sus hijos, con tu madre, tu hermana o tu amiga en embarazo, con tu esposa o cualquier mujer que creas que se puede sentir identificada.