La verdad es que esto lo escribo como un recurso tanto para el apostolado que tu realizas, para tu propia vida y la mía, pero sobre todo, para la mía. No se trata de una confesión de este humilde autor, pero es que hablar del orgullo y plantear estrategias y formas para vivir alejado de él, es cosa difícil, entonces me entusiasmo a proponerte algunas ideas que espero que no sean solo teoría, palabrería y frases bonitas para luego compartir en redes sociales, pero que nadie es capaz de poner en práctica. 

De hecho, el orgullo nos hace un poco eso. Nos presentamos como cristianos (y compartimos cosas en Internet) pero  nos cuesta reconocer que el ser y vivir como tal nos queda grande. Nos escondemos detrás de publicaciones espirituales, de una vida pastoralmente activa, de tener los aspectos de la vida más visibles: como la familia, el trabajo y las relaciones interpersonales, más o menos resueltas y ordenadas; pero nos damos poco espacio para reconocer, con las mismas fuerzas, nuestras fragilidades y pecados.

Tampoco pretendo que este texto sea un examen de conciencia sobre lo que hacemos mal, para que hidalgamente y como el perro arrepentido con el rabo entre las piernas y el hocico partido (como diría el Chavo del 8) nos acerquemos al confesionario a reconocer nuestras pecados con humildad solamente, no obstante, (hacer eso estaría de lujo) sobre todo encaminándonos a la cuaresma y reconociendo que nosotros, los que hacemos apostolado, sabemos mucho mejor y más conscientemente, dónde es que nos aprieta el zapato. Lo que quiero es ayudarte con el asunto que nos convoca: el orgullo.

Su definición nos ayuda a mirarlo como algo no muy ajeno a nuestra realidad: «Exceso de estimación hacia uno mismo y hacia los propios méritos por los cuales la persona se cree superior a los demás». Debemos amarnos a nosotros mismos, es de hecho, algo que Jesús nos pide, pero el problema es cuando la balanza se nos carga para uno de los dos lados (generalmente el nuestro).

¿Pero como hago para seguir escribiéndote sin ponerme como alguien superior a ti? Es una tentación recurrente para todos los que hacemos apostolado, pues muchas veces miramos a los demás como si todos fueran nuestros hermanos pequeños (espiritualmente hablando). Evitemos eso durante estas líneas. Ya te comenté al comienzo: yo estoy en la misma lucha que tú, entonces quiero proponerte algunos ejercicios espirituales, para mirar hacia dentro de nosotros mismos, no con un afán inquisidor y justiciero, sino que con el mismo amor con el que Dios mira nuestros corazones, para ir por más y convertirnos verdaderamente. Acá van:

1. Conócete a ti mismo

Aquí está la piedra fundante del asunto. Cuando el autoestima falla generalmente hay dos caminos: nos vamos a pique o nos inflamos de fantasía.

Cuando no somos capaces de reconocer quienes realmente somos y no valoramos lo que Dios ha creado en nosotros, podemos tropezar con una piedra de orgullo que nos escuda para que nuestras vulnerabilidades de carácter queden a salvo y nuestra fragilidad no se vea herida. Conocernos a nosotros mismos, es importante, pues, encontrarnos con nuestros propios límites nos ayuda a valorar de forma más objetiva quienes somos y eso es el primer paso para evitar caer en una «excesiva estimación de uno mismo». Somos buenos, sí; somos frágiles también; sí, todo eso en un mismo envase.

Común es la situación de aquella persona que lleva años realizando el mismo apostolado (ya sea abrir las puertas del templo o guiar un grupo). Muchos, aferrados a la rutina y a lo seguro tiemblan cuando viene el momento de los cambios (porque ven vulnerada su zona de comfort). Creo que hemos sido testigos de cómo el orgullo hace de las suyas con esas personas que no dan espacio a otros y tampoco quieren aventurarse a ir por más. 

2. Ejercita unos oídos que escuchen con amor

Aun cuando consideremos injusta alguna crítica o comentario, abrámos los oídos con humildad, buscando, aunque sea difícil, lo bueno y edificante que haya en esas palabras. Nada más torpe de nuestra parte que hacer oídos sordos cuando creemos que alguien no tiene la razón. Todos tenemos razones desde nuestro punto de vista y hacer al menos el esfuerzo por atender y retener lo que se nos dice, habla bien de nosotros y nos ayuda a descubrirnos. Seguro que muchas veces nos dicen cosas que no tienen sentido o no hacen justicia a los hechos reales, pero también es cierto que muchas veces dan en el clavo, pero (como quedamos expuestos) preferimos levantar una cortina de humo de orgullo y excusas para salir escapando de la incómoda situación.

Por ejemplo, atender a la crítica de mamá, siempre es una cosa incómoda, generalmente porque las mamás algo hacen (no se qué) pero siempre tienen la razón. 

3. Reconoce el tesoro que hay en los demás

Nos pasa que subestimamos a los demás. San Alberto Hurtado tenía una expresión que se hizo muy popular sobre cómo hacer apostolado: «un fuego que enciende a otro fuego» (si deseas te recomiendo el libro). Él decía que en los demás hay un fuego que ya existe, (aunque sean brasas) nosotros no hacemos más que encenderlo, darle nuevas fuerzas. Aún, en la gente más sencilla o incluso en los que confiesan públicamente no tener fe, hay algo de Dios, algo de historia y no podemos pasar sobre ella.

El Papa Francisco tocó el tema en una de sus homilías, explicando que «El orgullo o sea ponerse en un plano de superioridad del tipo que fuese, sintiendo que no se comparte la “común vida de los mortales”, y que se reza todos los días “gracias Señor porque no me has hecho como ellos». 

La próxima vez que tengas la oportunidad de confiar algo delicado a alguien, hazlo. Que el celo y la desconfianza sobre las habilidades y características del otro no te jueguen en contra. Busca formas de confiar en los demás, de descubrir de qué son capaces y de que hay cosas buenas en ellos. Da un paso al costado, un paso de humildad.

4. No se trata de cuánto tienes sino de cuánto puedes dar

No es que podamos inflar el pecho pensando en cuánto tenemos de Él, porque Él ya nos lo dio todo; sino de cuánto estamos dispuestos nosotros a darle. Si hay algo de lo que con justicia podríamos sentirnos orgullos (tal como San Pablo en sus últimos días) es de haber peleado el buen combate, de haberlo entregado todo a Jesús y haber renunciado incluso a nuestros propios planes. Siendo así, con conciencia del amor entregado a Dios, no tiene nada de malo reconocer que el Señor nos esperará con una corona, pues San Pablo nos dice que será para él y para todos los que hayan guardado con amor su manifestación. (cf 2Timoteo 4, 7-8).

Te invito a hacer un recuento del último tiempo, no de las experiencias formativas, galardones y reconocimientos recibidos. No te midas a ti mismo en logros, mídete más bien en esfuerzo, en renuncia, en entrega. ¿A qué cosas difíciles has tenido que renunciar para ayudar a otros a crecer? Que esa lista no quede en un papel, sino en tu corazón, para que cada vez tengas cosas nuevas que ir agregando.

5. Ten a alguien con autoridad sobre ti

Se trata de alguien (no tan cercano a ti como un familiar o tu pareja) sino alguien que pueda mirar tu vida con objetividad. Alguien a quien rendir cuentas (ya sea un director espiritual, un acompañante, un hermano mayor o lo que quieras). Esto te ayudará no solo a reorientar las decisiones y mirar la vida en comunidad, sino que es un ejercicio de humildad que desplaza al orgullo. Abrir el corazón a alguien y reconocer que nos cuesta y que necesitamos un empujoncito, no es señal de debilidad, sino de grandeza y humildad. El mismo Jesús pidió compañía a sus amigos cuando la noche se puso más oscura que de costumbre en el Getsemaní.

6. Busca ayuda (ser cristiano no es cosa de superhéroes)

Este camino es importante que no lo recorras solo. Busca ayuda, consejo y soporte en otros. Desprenderse del orgullo sí o sí te ayuda a reconocer que no lo puedes todo por ti solo, que necesitas de otros y que necesitas de Dios. Aceptar las propias limitaciones (sobre todo las que tienen que ver con la lucha espiritual y con la conversión personal) tiene todo que ver con el vivir comunitariamente estos procesos. No tenemos súper poderes para ir solitarios enfrentando las dificultades, Dios nos hizo vulnerables para que vivamos estas cosas junto a otros y junto a Él.

Tomar tiempo a diario para compartir los sufrimientos y las luchas con otros, gente de confianza, espiritual (pero también con Dios) es una forma muy importante de dar la pelea contra el orgullo y las muchas otras tentaciones que nos va poniendo el enemigo.


Finalmente quiero exhortarte para que, el mirar la propia vida e invitar a los demás a hacer lo mismo, no sea solo un ejercicio previo a las grandes decisiones o problemas de tu vida. Caminar hacia la santidad no es algo que se pueda resolver con 5 o 10 consejos, sino que es justamente eso, un camino. Ten en cuenta eso y además busca vivir estos consejos, cosa que la próxima vez que ese desagradable amigo nuestro, el orgullo, vuelva a hacer su aparición, nos encuentre mejor equipados para darle la pelea.


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