Amor y felicidad: ¿se puede vivir sin amar?

Lo esencial y más importante para nuestra vida es la experiencia del amor, de encuentro con otras personas. «Jesús dijo: El primer mandamiento de todos es: «Oye, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas».

Pero hay un segundo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Ningún mandamiento es más importante que estos (Marcos 12, 29-31). Si hemos sido creados por amor, y estamos llamados a vivir el amor… ¿por qué muchas veces no lo vivimos?

Responder a esta pregunta es importante si queremos realizarnos personalmente y estamos decididos a luchar por nuestra felicidad.

1. ¿Sabemos vivir el amor?

La pregunta podría parecer tonta, y no tener mucho sentido… a fin de cuentas ¿quién no sabe vivir el amor? Pero… ¡ojo! ¡Tómate un tiempo! Pregúntate en serio: ¿qué entiendes tú por amor?

La cantidad de corrupción política, los conflictos y desigualdad sociales, las guerras y la violencia. Hasta problemas más domésticos, como las peleas familiares, relaciones conyugales o el abandono infantil… no nos muestran, cada uno a su manera, que ¿algo no estamos haciendo bien? Vuelvo a preguntar: ¿Sabemos vivir el amor? o ¿nos queda mucho por aprender?

Corrientes de psicología, últimas novedades en neurociencias y estudios de prestigiosas universidades señalan que las relaciones de amistad son fundamentales para nuestra felicidad. Sin embargo, no he podido encontrar entre ellas, alguna que nos explique con profundidad ¿cómo debe ser esa relación entre nosotros?

Hablan de gratitud, de positivismo, de «tener» siempre una sonrisa, de decir siempre las «palabritas mágicas»: por favor, perdón y gracias. Sin embargo, necesitamos algunas orientaciones más profundas. A fin de cuentas, estamos hablando de nuestra felicidad.

Recordemos un importantísimo documento eclesial llamado la «Gaudium et spes» —que forma parte del Documento final del «Concilio Vaticano II»— que en el numeral 22 dice:

«En realidad, el misterio del hombre no se aclara de verdad sino en el misterio del Verbo encarnado. Cristo pone de manifiesto plenamente al hombre ante el propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación».

Por lo tanto, solamente en tanto vivamos como el Señor Jesús, podremos realizarnos de acuerdo con nuestra auténtica naturaleza humana. Es mirando a Cristo y viviendo el amor que Él nos enseña, como viviremos lo que nuestro corazón necesita para realizarse. Esto implica ser otro Cristo, como lo dice san Pablo en Filipenses 3,14.

2. ¿Debo amar a todas las personas por igual?

¡Por supuesto que no! El amor que le tenemos a cada persona es distinto, recordemos que somos únicos e irrepetibles. Es el mismo Señor Jesús quien nos pide amar a Dios sobre todas las cosas, y tener un amor de predilección por los más necesitados.

Además, difiere mucho la manera de amar, de acuerdo con el estado de vida que uno está llamado a vivir por Dios: sea en el matrimonio o en la vida consagrada. Al interior de la misma familia, en la relación de amor conyugal, en la paternidad, o la fraternidad.

Luego, están los lazos con la familia más amplia, los amigos y las personas con las que trabajo. Incluso, vale la pena mencionar, aquellos con quiénes no tengo ningún tipo de conocimiento. Estos «desconocidos» también merecen mi amor.

Recordemos la parábola del Buen Samaritano, que se encuentra con uno de estos desconocidos al margen del camino, y lo trata con suma caridad (Lucas 10, 25-37). Finalmente, Cristo nos exhorta a amar, incluso a nuestros enemigos: «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a los que los aman» (Lucas 6. 32).

3. ¿Por qué nos cuesta amar?

Creo que ya nos queda claro lo importante que es el amor para nuestra realización personal. Ahora, hay que responder a la pregunta fundamental: ¿por qué nos cuesta tanto vivir el amor?

Seguramente, todos tenemos muchas respuestas, y quizás, la primera que nos surge a todos es: el pecado. Efectivamente, son muchas las razones, pero de fondo está siempre el pecado. Sin embargo, quisiera resaltar dos, que me parecen principales: el egoísmo y el relativismo.

Egoísmo

El diccionario de la Real Academia Española define el egoísmo como el «inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás». Por lo tanto, lleva a que la persona descuide, de manera exagerada, la relación con los demás.

Solamente se mira a sí mismo, o sus intereses personales. Si avanzamos un poco más —por supuesto no lo desarrolla el diccionario— la persona egoísta, puede utilizar a las demás personas, para alcanzar los intereses personales.

Es decir, en vez de amarlas, se vale de los demás como instrumentos para sus objetivos personales. Se convierte a los demás en objetos utilizables. ¡Tremenda mezquindad! Tristemente vista por doquier.

Relativismo

Recurriendo una vez más a la RAE, el relativismo es la «teoría que niega el carácter absoluto del conocimiento al hacerlo depender del sujeto que conoce».

Por ello, no podemos conocer una verdad que se aplique a todos. No tiene sentido hablar de un amor auténtico, que fuese un modelo para todos los hombres, puesto que cada uno tendría su propia concepción de qué es el amor. Y peor aún, qué es lo mejor que puedo hacer para manifestar mi amor por la otra persona. Nada más ajeno al cristianismo, que señala a Jesucristo como el paradigma para vivir el auténtico amor (Juan 14, 6).

¡Ánimo! Seamos conscientes del influjo que pueden tener estas dos actitudes en nuestras vidas, y esforcémonos por dejar de mirar tanto «el propio ombligo», «mordiéndonos la propia cola» como si fuéramos perros.

Dediquemos nuestros mejores esfuerzos por preocuparnos e involucrarnos por las necesidades de los demás, es en el servicio como se hace concreta la caridad. Y en el amor, donde vivimos la felicidad.