A veces creemos que ser santos solo es el resultado de los sacrificios y las penitencias. Nos sentimos culpables por disfrutar, por descansar, por reírnos a carcajadas y llorar con películas de amor. A veces sentimos que Dios nos juzga cuando estamos acostados y no en misión a mitad de la nada, que espera que cada bocado de ese delicioso postre lo evitemos a cambio de salvar algún alma…

¿Por qué nos cuesta tanto aceptar la felicidad?

¿Es pecado ser feliz? Nos sorprende leer que Santo Tomás de Aquino tiene una lista de cinco remedios contra la tristeza. Que los Padres de la Iglesia nos advierten sobre no estar tristes porque es la puerta para el pecado, que «un santo triste es un triste santo».

Que incluso para atraer a otros a la fe conviene serlo. «Se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre» —decía San Francisco de Sales—.  Inclusive hay estudios que dicen que algunas parábolas de Jesús estaban cargadas de comedia como «¡Miras la paja en el ojo ajeno y no el tronco que está en el tuyo!».

Ahora pensemos: ¿Por qué ser feliz me lleva más rápido a la santidad, es una responsabilidad con Dios e incluso con mis hermanos? Meditemos en estos seis puntos.

1. Jesús mismo trajo felicidad

A veces me pregunto: ¿Por qué será que seguían tanto a Jesús? En esos tiempos, como los nuestros, de guerras internas, de disputas familiares, de inseguridad e injusticias, Jesús tenía que haberles traído paz, esperanza, alegría y motivación para seguir viviendo, ¡y viviendo haciendo el bien a incluso a los enemigos!

No podría haberles llamado, en medio de tanta desconsolación e incertidumbre, con una cara igual a la de sus opresores y sanguinarios gobernantes.

Jesús se dedicó a sanar enfermos, a resucitar muertos y a alimentar hambrientos. ¿Por qué nos hemos creído la idea de que entre más arruinados estamos mejores cristianos somos? A veces nos falta vernos más con los ojos de un Dios que quiere lo mejor para sus hermanas y hermanos, de un Dios que vino a saciar nuestras necesidades.

2. Dios quiere que seamos felices

Un Padre amoroso ama ver a sus hijos felices. Que coman bien, que se dediquen a eso que les apasiona, con buenos profesores, con buenos amigos y con tiempo libre para descansar y soñar. Dios nos procura la felicidad desde el inicio de la Creación cuando nos dio el jardín del Edén. No nos creó para el sufrimiento, sino para la vida y vida en abundancia.

Claro que hay una felicidad que genera más felicidad y hay una felicidad que genera tristeza: esa es falsa. Quizá yo creo que seré feliz comiendo comida chatarra todos los días pero solo me trae enfermedad y sedentarismo. De esa felicidad habrá que medir su fecha de caducidad. Pero muchas veces renunciamos a lo que puede darnos felicidad real simplemente porque creemos que como cristianos tenemos que sufrir.

Recuerdo que estuve haciendo un ayuno muy fuerte en Semana Santa y me fui a un retiro a un Monasterio. Cuando pasé por la recámara de las monjas viejitas me vi de la misma talla que una de ellas que estaba en etapa terminal: «¿Será que estoy viviendo como muerta en vida?, ¿no quisiera esa monjita hacer todo lo que puedo hacer yo hoy bien alimentada?». Este episodio me ayudó a abrir los ojos y a entender que Dios también nos llama al bienestar.

3. ¿Mis hábitos me hacen más amoroso o menos amoroso?

«Entonces se le acercaron los discípulos de Juan y le preguntaron: «Nosotros y los fariseos ayunamos en muchas ocasiones, ¿por qué tus discípulos no ayunan?». En ocasiones valoramos más las prácticas que a las personas. Juzguemos lo que hacemos por sus frutos y no por el acto en sí.

Si mis ayunos están generando mi debilitamiento, me descontento en el trabajo, estoy amargada en casa, odio a todos en el tráfico y quiero matar a alguien al final del día… Bueno, creo que no va por ahí.

«Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada». Si lo que estoy haciendo no me ayuda a amar mejor: de nada me sirve.

4. Cuando soy feliz, invito a los otros a ser felices

Mi rutina se llenó de cosas que me daban mucha felicidad y llegaba a mi casa con otra actitud. Buenos amigos, buen descanso, un trabajo que disfruto, no quedarme sin comer, tener tiempo de ejercicio, un rato de oración sin interrupciones (te recomiendo el curso «Crecer en la vida de oración»), buena relación con mis jefes y tiempo de ocio.

Todo eso fue dibujando una sonrisa en mi rostro que nada parecía quitar: ni los malentendidos, ni las preocupaciones parecían quitarme ese gozo. Eso mismo me ayudaba a que, cuando otros me contaban sus angustias, yo podía hacerles reír por algún chiste que contaba o relajarse por la esperanza que les inspiraba.

La felicidad, más que un acto egoísta nos ayuda a estar mejor para las personas y los proyectos que Dios nos va acercando. Si descuidamos nuestra felicidad: estaremos descuidado a quienes nos rodean.

5. Ser felices se contagia a todas las misiones que tenemos en el día

Yo admiro a los buenos líderes. Son personas que encuentran el lado positivo de los problemas, que encuentran más los talentos que los defectos, no se enojan cuando se les ofende y más bien se ríen. Están con energía para afrontar los retos con creatividad y hasta con resignación por si no sale «perfecto».

Esa gente que da los frutos del Espíritu de Dios: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí. Esas son cosas que no condena ninguna ley». (Gál 5,22-23)