

Cuando hablamos de sufrimiento expresamos algo que solamente los seres humanos podemos experimentar. Es la experiencia subjetiva que tenemos a causa del dolor causado porque dejamos de participar de un «bien» que nos corresponde. Es decir, cuando tenemos una enfermedad física, por ejemplo, perdemos la salud, y el dolor es fruto, precisamente, de esa pérdida que de la salud a nivel físico. Así mismo tenemos sufrimientos psicológicos (frustraciones, tristezas, etc.), existenciales (depresiones, vacíos o sin sentido de la vida) y espirituales (pecados).
Entendido de esta forma, el sufrimiento es particularmente esencial a nuestra naturaleza. Pero no solo llega a las dimensiones más profundas de las experiencias que tenemos como personas humanas, sino que de algún modo nos supera. Enfrentar e incorporar el sufrimiento a la propia vida pertenece al horizonte trascendente que estamos llamados a vivir, precisamente porque es fruto del mal que sufre el hombre desde el mismo comienzo de la Creación con el pecado original. Por lo tanto, si queremos explicar ¿por qué sufrimos? o, dicho de otra manera ¿por qué existe el mal? Tenemos que remitirnos a realidades que trascienden la dimensión material de nuestra existencia. Solo podemos entender el sufrimiento si tenemos y maduramos en nuestra vida espiritual, de manera más específica, en la medida que nos acercamos a Cristo.
1. Cristo le da sentido a nuestro sufrimiento
Para los que quieran profundizar este misterio del mal y sufrimiento, les recomiendo leer la Carta apostólica «Salvifici Doloris», de san Juan Pablo II. Quien explica de manera muy clara cómo Jesús es el único que le da sentido a nuestra realidad sufrida, convirtiendo nuestros sufrimientos en una ocasión para madurar en el amor e incluso, ayudar en la obra redentora de la humanidad.
En primer lugar, Cristo nos invita, con su amor y cariño a soportar junto con Él nuestros propios sufrimientos. «Venid a mí los que estáis tristes y agobiados, que yo os daré descanso; pues mi yugo es suave y mi carga ligera» (ver Mateo 11, 28). Él conoce nuestros sufrimientos. Asumió nuestro sufrimiento. Él mismo se hizo sufrimiento por nosotros. No solo redimió del mal y sufrimiento, sino que como persona que encarna el sufrimiento, es el «Camino, Verdad y Vida» que reclama una opción de nuestra parte. El cristiano no sigue una enseñanza o doctrina. El cristiano sigue a una persona, que nos amó y se entregó en la Cruz por nosotros.
En segundo lugar, el que se conforma con Cristo, sale fortalecido. Para eso es condición necesaria reconocer nuestra fragilidad y limitación. Pero – aunque suene paradójico – es justamente en nuestra «debilidad dónde se manifiesta todo el poder de la Gloria de Dios» (ver 2 Corintios 12, 9). «Dónde abunda el pecado, sobrepasa la gracia de Dios» (ver Romanos 5, 20). Jesús asume nuestra fragilidad, el mal y sufrimiento, y a través del propio sufrimiento nos trae la victoria del amor. El momento culminante de la obra salvífica de Dios, cuando Jesús muere en la Cruz, es cuándo se manifiesta de modo absoluto el amor de Dios por nosotros.
En tercer lugar, Cristo nos permite – generosamente – participar de esa obra redentora por medio de la Cruz. Su Pasión, Muerte y Resurrección ya ha plasmado en la historia de la humanidad todo lo necesario para brindarnos la Vida Eterna. La posibilidad de la Salvación. Sin embargo, por medio del Espíritu Santo, Jesús quiere que nosotros, con nuestros propios sufrimientos y cruces diarias podamos cooperar con su obra salvífica. Por ello en la medida que me adhiero mi propia cruz personal a la cruz de Cristo, estoy colaborando en la acción salvífica de Cristo, por medio de la Iglesia.
2. ¿Cómo participo y hago todo eso concreto en mi vida?
«El que me ama, cumple mis mandamientos» (ver Juan 14, 21). Si realmente amo al Señor, eso se manifiesta en el amor a los hermanos. Esto se ve clarísimo en la parábola del Buen Samaritano (ver Lucas 10, 25-37), que también la describe el fallecido Papa en la «Salvifici Doloris».
De manera ordinaria y más sencilla, nuestra participación en su Obra es por medio de los Sacramentos. Sabemos por Catecismo que ingresamos a la vida de la Iglesia, y participamos de su Misterio Salvífico, en primer lugar, gracias al Bautismo. Pero, dado que seguimos pecando a lo largo de nuestra vida, y eso rompe nuestra unión con Cristo, están los sacramentos de la Confesión y Eucaristía que nos devuelven esa comunión en su obra de Salvación.
Como vemos, no se trata de hacer obras increíbles o vistosas, que llamen la atención de los demás. Es en las pequeñas obras y acciones del día a día… cómo sirvo a los demás, cómo me sacrifico y soy generoso en mi casa, con mis papás o hermanos, cómo permito que actúe el Espíritu de Vida en mi propio corazón. Para que con san Pablo pueda decir «que ya no soy yo quien vivo, sino Cristo quien vive en mí» (ver Gálatas 2, 20).
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