

Imagina un día normal: estás caminando por una avenida y tienes que cruzar la calle. El semáforo te indica que no es tiempo de cruzar, pero parece que no vienen carros y decides continuar. De pronto, estando justo a la mitad de la pista escuchas un sonido paralizante: es un carro viniendo hacia ti y ahora está intentando desesperadamente frenar en seco. Volteas aterrado y te das cuenta que no hay nadie…que era solo un audio. Un poco aturdido, terminas de cruzar la pista y te das cuenta que en el panel de publicidad de la esquina no está el anuncio de siempre, está tu foto en tamaño gigante. Es la foto del preciso momento en que estabas cruzando la pista y tuviste esa horrible sensación, el momento en el que te diste cuenta que esa decisión (aparentemente inofensiva) estaba a punto de tener consecuencias… y graves.
El video que les traemos hoy retrata justamente esta historia sucediendo en las calles de París, y aunque es una iniciativa para concientizar a los peatones, nos parece que es una interesante analogía entre el semáforo para peatones y el “semáforo interno” de nuestras decisiones. Pero pongamos un ejemplo: De repente te ha pasado que después de confesarte, estás más alerta de lo que haces y de lo que dices. De pronto se presenta esa oportunidad, tus amigos, colegas o tu propia familia están hablando de ese chisme, sí, de ese chisme del cual tú tienes noticias calentitas y podrías hablar horas. Y claro, tal vez es un buen día y decides hacer lo correcto. Obedeces tu semáforo interno y no alimentas habladurías y hasta cambias de tema.
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Pero, ¿qué pasa si es un mal día?, ¿uno de esos en que eres débil o esa persona de la que están hablando te ha hecho un mal recientemente? Ves el semáforo, sabes lo que tienes que hacer, pero lo “razonas” tendenciosamente. Tienes una conversación contigo mismo y hasta te das argumentos para justificar la mala decisión que estás a punto de tomar y ¡pum! sueltas esa información, colaboras con el chisme. Curiosamente, comienzas bien pero tal vez a la mitad de la oración sientes ese “chillido de llantas”, esa voz de tu conciencia que te grita: ¡¿Qué estás haciendo?!
Y sí, ¿quién no ha tenido esas conversaciones con uno mismo? Y no es de sorprender que entretener la tentación por más tiempo del necesario es probablemente el primer paso hacia nuestra derrota. Sin auto-regulación, sin verdadera disciplina, es muy fácil inventar razones para justificarnos. De ahí que los proverbios hacen hincapié en el valor e importancia de la disciplina: «El que tiene en poco la disciplina menosprecia su alma; mas el que escucha la corrección tiene entendimiento (Pro 15, 32). “…más vale el que se domina a sí mismo que un conquistador de ciudades» (Pro 16, 32).
Como decía la Madre Angélica: «Las tentaciones no sólo son una ocasión de pecado, son también una oportunidad para ejercitar nuestras virtudes y salir más fuertes después de ellas». En nuestra analogía, servirían para reforzar nuestra obediencia a ese semáforo interno. Pero, ¿qué sucede cuando es ese semáforo interno el que no funciona? ¿Cuando nuestra conciencia no tiene la luz, la sabiduría que necesita para poder discernir? La respuesta la tiene el apóstol Santiago:
«Si a alguno de ustedes le falta la sabiduría, que la pida a Dios, que da a todos fácilmente y sin poner condiciones y Él se la dará. Pero que pidan con fe, sin vacilar, pues el hombre que vacila se parece a las olas del mar que se levantan y agitan según los vientos. Un hombre así, que no espere nada del Señor. El hombre interiormente dividido será inconstante en todos sus caminos» (Stgo 1, 5-8).
Es una respuesta dura, pero llena de verdad. La única forma de hacer que ese semáforo interno funcione es ejercitarnos en la oración y en la meditación de la Palabra de Dios. Esa luz nos llevará poco a poco a la práctica frecuente de los sacramentos, que a su vez resultará en la obediencia a ese semáforo interno que ya no se malogra. Es un engranaje perfecto que se cimienta en la relación del alma con su Señor. No temamos fallar. Nuestro Señor nos sustentará, solo necesita nuestra decisión de querer continuar. Aclaremos pues que “el hombre interiormente dividido” al que el apóstol Santiago se refiere, no es el pecador que intenta y falla, sino es aquel que no se decide a continuar o siquiera a empezar.
En este punto cabe aclarar también que el semáforo interno del que hablamos va más allá del mero cumplimiento de los mandamientos. Así, el apóstol Santiago nos dice al respecto: «Hablen entonces y obren como quienes han de ser juzgados por una ley de libertad» (Stgo 2, 12). A lo que el Padre Hurault explica: «El cristiano no puede contentarse con cumplir mandamientos, como se acata la voluntad de un patrón para no meterse en líos. No. El cristiano debe tener la generosidad libre e inteligente del voluntario que no tiene otra ley que su compromiso de honor con Cristo».
Es decir, la relación del alma con Jesús ha de fundamentarse en el amor y no solo en el cumplimiento legalista de ciertas reglas. Somos hijos, no esclavos. El hijo ama a su padre y, como sabemos, no hay amor sin libertad, no hay amor sin verdad, no hay amor sin responsabilidad. Lo mismo que no hay libertad sin verdad o responsabilidad. San Pablo nos dice: «Nuestra vocación, hermanos, es la libertad. No hablo de esa libertad que encubre los deseos de la carne, sino del amor por el cual han de servirse los unos a los otros” (Gal 5, 13). Así pues: “El que tiene el Espíritu de Cristo no se preocupa por no pecar, sino por amar» (P. Hurault).
Para terminar, comparto con ustedes un fragmento del prólogo del libro: «Libertad en Ratzinger: riesgo y tarea»:
«La verdad y la libertad, en la tradición católica, se co-pertenecen recíprocamente. La libertad busca la luz que ilumine el camino para su autodespliegue, la luz de la inteligencia y la luz de la relevación. Sin esta presencia orientadora de la verdad […], la libertad puede volverse arbitrariedad, lucha de todos contra todos […]. Por ello, la libertad se profundiza en la sabiduría, que es su humus natural. Por su parte, la inteligencia necesita para abrirse al sentido último de todo, la libertad interior, la libertad del espíritu, para liberar la inteligencia del poder de turno y de las modas que la esclavizan, para liberarla de sus ‘cegueras éticas’.
[…]Por ello, no hay libertad sin responsabilidad, sin asumir el destino de otros en la propia libertad, sin el desarrollo de una conciencia moral que se perfecciona en discernir antes de elegir. La cima de la libertad es el amor, el completo don de sí mismo a las personas que se ama y, naturalmente, encuentra en el cristianismo su plenitud en la cruz de Cristo aceptada [libremente] por amor al Padre y a la misión que le ha encomendado y por amor a los hombres que les han sido confiados».
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