
Al ver lo que es cada vez más común en los canales de televisión, primeras planas de periódicos, diálogos entre amigos — creyentes y no creyentes — sobre la Iglesia: me refiero a los tantos casos de abuso, de encubrimiento, de corrupción, cardenales y obispos que cuestionan la sana doctrina de la Iglesia, en vez de sumar fuerzas y luchar contra el mal, que parece adueñarse no solamente de la Iglesia en general, sino de nuestros mismos corazones.
«A través de alguna grieta ha entrado, el humo de Satanás en el templo de Dios». He buscado y encontré la homilía completa, en la solemnidad de San Pedro y San Pablo, en el día 31 de octubre de 1973, la famosa frase de S.S.Paulo VI durante el Concilio Vaticano II. El Papa Paulo VI admitía claramente y sin ambigüedades que el Diablo había penetrado en la Iglesia. Lo peor de todo: ¡Nadie ha dicho desde entonces que hubiera salido!
Este es un pasaje literal de esa homilía: «Luego existe otra categoría, y a ella pertenecemos un poco todos. Y diría que esta categoría caracteriza a la Iglesia de hoy. Se diría que a través de alguna grieta ha entrado, el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación. Ya no se confía en la Iglesia, se confía más en el primer profeta profano —que nos viene a hablar desde algún periódico o desde algún movimiento social— para seguirle y preguntarle si tiene la fórmula de la verdadera vida; y, por el contrario, no nos damos cuenta de que nosotros ya somos dueños y maestros de ella».
¡Qué difícil es recuperar la confianza!
Alguna vez escuché un dicho que decía cómo construir la confianza entre dos personas toma años, y cuesta mucho esfuerzo; pero destruirla es tan fácil como cometer un simple error. Y si a eso le sumamos una poca capacidad de perdón y misericordia, la cosa se pone más difícil. Obviamente, si somos testigos cada cierto tiempo, de sacerdotes, obispos o cardenales —cercanos incluso al Papa— que han cometido o encubierto numerosos casos de abuso. ¿Cómo no desconfiar, cómo no perder nuestra creencia, nuestra fe en una Institución que dice preocuparse por la salvación de las almas? Somos de carne y hueso, es normal que nos sintamos así, defraudados, maltratados y ¿qué decir de las familias que han sido víctimas de esos abusos? Realmente, son esas situaciones en que nuestra fe se pone a prueba, y no me parece difícil de entender, tantas personas que terminan por alejarse de la Iglesia. ¿Qué puedo decir? Lo primero que me viene a la mente es: ¡perdón!
¡Perdónennos por tanto pecado, por tanta maldad! Hemos traicionado la confianza depositada en nuestros pastores. Nadie lo ha querido, lo quiere, pero eso es el pecado, real, concreto, que no distingue rangos de autoridad. Que se manifiesta desde mi envidia y orgullo personal, hasta el absurdo e injusto comportamiento de un cardenal que puede caer tan bajo, y lastimar o arruinar la vida de tantos niños, que —quiera Dios no suceda así— quizás nunca podrán acercarse de nuevo a la Iglesia.
Como todos, exijo justicia. Como Cristo, estoy llamado a perdonar —sin dejar de aplicar la justicia— pero Cristo murió en la Cruz, también por ese violador, por más difícil que nos resulte reconocerlo. Ruego a ese Cristo, que murió en la cruz, por esos violadores y también por todos nosotros, que pecamos diariamente. Que Dios mismo nos ayude a recuperar la confianza que tan fácil se destruye con todo lo que vemos. Pero no perdamos la esperanza, hay que reconstruir la confianza.
No sigo a las personas, sino al Señor Jesús
Decirlo es fácil. La frase es tan clara y contundente, que pareciera que nos quita todo el peso de la maldad que vemos por doquier. Como si decir que sigo a Cristo, y no a las personas, resolviera los conflictos de conciencia que llevamos en nuestro interior.
En primer lugar, hay que reconocer que si estamos en la Iglesia, si nos hemos convertido o aprendido a ser cristianos, alguien nos lo ha enseñado. Personas, sacerdotes u obispos nos ha presentado a Jesús. Efectivamente, es Jesús quien nos mira a los ojos y nos convoca a ser de su rebaño. Pero resulta difícil no tambalear cuando nos damos cuenta que ese sacerdote, que ese obispo que representaba para mí algo tan especial, fue capaz de cometer un pecado tan grave, tan escabroso, con niños indefensos.
Desde mi experiencia, les confieso que no es fácil. Pero si damos un paso de fe, y hacemos un esfuerzo por mirarlo a Jesús en la cruz, y aprender de Él a mirar los pecados de los demás, como Él los mira desde su costado traspasado, entonces —quizás— sea un poco más llevadero. Pero es imposible si no lo hacemos acompañados de Jesús. Seguir fieles a la Iglesia, más allá de los que somos testigos hace ya años, exige un corazón entregado al Señor.
Por qué debería creer en un sacerdote que predica pero no aplica
Así como nos cuesta aceptar nuestros propios pecados, es aún más difícil reconocer que esos sacerdotes, que deberían guiarnos como Pueblo de Dios, en vez de llevarnos hacia hermosas praderas y hacernos beber de dulces acequias, han conducido almas indefensas por el camino de la oscuridad, que muy difícilmente logran reconciliarse con Dios, si es que no tienen un acompañamiento muy especial, en lo psicológico, psiquiátrico y espiritual…
Son estas ocasiones donde resuenan esas palabras del Señor que dice como saca siempre algo bueno, de cosas malas. Ya quisiera tener una mirada como la del Señor (ya quisiéramos todos), capaz de perdonar sus asesinos, cuando estaba colgado de la cruz. Pero no somos perfectos, somos simples y pecadores. Por eso le pido a Cristo que nos llene de su fuerza, y de la gracia para no perder la esperanza. Si dependiera de mis capacidades, qué fácil sería juntarme a las voces de los que simplemente critican y se aprovechan de estos momentos —razones no les faltan— para aniquilar o dejar de creer y querer a la Iglesia.
¿Qué podemos hacer?
Me quedo con las de San Pablo. Creo que, tenemos que interiorizar especialmente en este momento la: «te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza. No te avergüences, pues, ni del testimonio que has de dar de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; sino, al contrario, soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios» (2Tim 1, 6-8).
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