En primer lugar, aunque cada vez se hable más de la felicidad (corrientes de psicología, estudios de prestigiosas universidades, avances de las neurociencias, nuevos fármacos, o eminencias y «gurúes» que hablan con frecuencia de este tema), vemos que aumenta el número de personas deprimidas, angustiadas, ansiosas y estresadas. Sin mencionar la tristeza y soledad, así como el sin sentido y vacío que muchos experimentan y no saben cómo saciar.

En muchos casos, la posible depresión o decaimiento, en realidad no es —estrictamente hablando— una depresión. Me gusta la analogía con la fiebre que a veces padecemos. La fiebre nos muestra que hay un problema más profundo. Quizás una infección que debe ser combatida con antibióticos. Así mismo, en muchos casos, la depresión es un síntoma de que hay un problema más profundo: una enfermedad del espíritu.

Pero en lugar de mirar nuestro interior, y encontrar respuestas que sacien ese vacío de infinito que todos experimentamos, vamos al psicólogo o psiquiatra, quien nos recomienda alguna pastilla, y al poco tiempo nos «sentimos mejor». Es claro que, así como la fiebre, uno debe sanar esa depresión. Pero luego, vuelve la misma experiencia negativa. Mientras yo no encuentre lo necesario para satisfacer ese vacío interior, nunca tendré una vida feliz.

1. Somos responsables de nuestras acciones

Mucho se reclama, a diestra y siniestra, como el derecho a hacer lo que nos antoja con la propia vida. Elegir mi género —algunos quieren incluso ser caballos o gatos—, a hablar lo que se me ocurre —sin importar la buena fama de las personas implicadas—, y hacer lo que quiera con mi cuerpo.

En esto, por ejemplo, son víctimas tantas vidas inocentes. ¡Es increíble la cantidad de «verdades» que existen últimamente! (estoy siendo irónico, obviamente). La mayoría de las personas alegan tener su propia verdad. Sin lugar a duda, todos tenemos libertad, es un derecho, pero hay un olvido casi enfermizo de la otra cara de la moneda: la responsabilidad.

Lo que voy a decir ahora, quisiera que quedara muy claro. Cuando vengan las consecuencias de esos «derechos», que parecieran no tener ningún tipo de límites —a eso me refiero con «derechos a hacer lo que me da la gana»— que cada uno asuma las consecuencias de sus actos y manera de pensar.

Uno, a sí mismo, puede engañarse y creer lo que quiera, pero la vida es como es. La realidad es una y no cambia porque yo piense como a mí se me ocurre. Si no somos responsables y utilizamos nuestros derechos correctamente, la vida pasa factura, o con otra expresión un poco más gráfica, nos chocamos con la pared, una y otra vez. Hasta que ya no sabemos qué hacer con nuestras vidas.

Lo triste es, que son muchos los que viven así actualmente. Hasta tal punto, que caen en una profunda desesperanza y se resignan a llevar una vida sin mucho sentido, que por supuesto, no puede brindar la felicidad que en algún momento, quisieron vivir.

2. La verdad existe, y la podemos conocer

Ese conocimiento responsable que implica la libertad es el conocimiento de la verdad. Tengo el derecho a decir que yo vivo según «mi verdad». No me opongo, pero la capacidad racional que tenemos, que es un regalo increíble y maravilloso, no es para pensar cualquier cosa.

El sentido de la razón es conocer la verdad. El entendimiento o conocimiento va mucho más allá de una opinión o parecer que puedo tener sobre algún tema o hecho determinado. Es algo —perdónenme decirlo así— tonto, usar nuestra razón solamente para pensar, y no para alcanzar la verdad.

Quitarle ese sentido a nuestro entendimiento, es quitarle la razón de ser a nuestra inteligencia. Pareciera que aceptar la verdad, implicara algún tipo de encasillamiento o rigidez mental. Cuando es radicalmente opuesto. Apostar y creer en nuestra capacidad de conocer la verdad, es dar alas a nuestra razón.

Es aceptar que podemos conocer la razón y fundamento de las cosas, de lo que nos rodea, de nuestra propia vida. Si no, sería imposible descubrir la razón de nuestra existencia, el verdadero sentido o propósito de nuestra vida. Infelizmente, temo que esto es precisamente, lo que sucede en muchos casos hoy en día.

3. Nunca pienses que ya no puedes ser feliz

Finalmente, si hago lo que «a mí me parece», tendré que vivir una «felicidad» de acuerdo con lo que «a mí me parece». Según «mis valores», «mi verdad», «mis derechos» y «mi libertad». No hay como engañar a la vida. La realidad —independiente de nosotros— es una sola.

No vivimos en una suerte de «Matrix», donde lo que pensamos y vivimos es pura ilusión. Tenemos el derecho de creer, decir y hacer lo que queremos. Pero entonces con madurez, reconozcamos que ¡seremos responsables si vivimos o no la felicidad que tanto deseamos!

Que no nos resulte raro, o nos sorprenda, el ¿por qué no soy tan feliz como quisiera ser?, ¿por qué vivo tanto la tristeza o la depresión? La manera como nos trata la vida va de acuerdo con el modo en que hemos decidido vivirla. Por eso, ánimo, te exhorto a que no te rindas ante la desesperanza o tristeza que muchas veces puede oscurecer nuestras vidas.

Acuérdate que el Señor nunca nos abandona. Solo es necesario dejar que Él entre en nuestros corazones, y nos llene de la verdadera vida y felicidad, que solamente Él posee o mejor dicho, que Él es.