qué es ser pesimista

He estado de vacaciones. Aproveché el buen tiempo para desconectar y para rodearme de energía positiva compartiendo con mi gente. Tengo claro que salir en su búsqueda y compartir momentos juntos renuevan mi entusiasmo. Un abrazo, ponerse al día, pasear, bailar, escucharnos… ¡me encanta!

Justo pensando en esos momentos se me acaba de dibujar una gran sonrisa en la cara. Haz la prueba, revisa una de esas fotos de postal que publicamos en las redes sociales. Seguro que pusiste el filtro adecuado para que todos se vean bien, pero solo tú conoces las risas, las anécdotas y la impresión que te causó compartir momentos con los tuyos.

También pasa al revés. Hace unos días quedé con unas amigas. Después de un breve paseo, fuimos a cenar. Desde que nos habíamos encontrado noté que una de ellas se mostraba especialmente quejosa: «¡Qué horror! Me costó mucho aparcar en esta zona», «Con este calor no se puede estar en la calle», «Ya estoy pensando en el trabajo que me espera tras las vacaciones…».

La cosa no mejoró cuando entramos en el restaurante. «Podían habernos puesto cerca de la ventana, tendríamos mejores vistas», «Este grupo de al lado, ¡hace demasiado ruido!», «Tardan mucho en tomarnos nota».

Tras pedir nuestra cena, se demoraron como una hora en traer nuestros platos. Mi amiga lo hizo notar, está claro. Pero entonces el resto del grupo se sumó a ese ánimo pesimista y pareciera que se estaba propagando entre el resto de mis amigos. Aquella noche llegué a la conclusión de que la negatividad se había contagiado.

Volví a recordar aquel momento cuando llegó a mis manos el siguiente vídeo. Un anuncio de McDonald’s que confirmaba mis sospechas. Nuestro estado se transmite. La cuestión es: ¿qué propaga un cristiano?

Contagiar alegría

Dejando a un lado el objetivo principal del anuncio, la caravana de vehículos me recordó la vida misma. Ese camino que recorremos con los nuestros, con nuestros seres cercanos, y también con aquellos que nos son menos familiares, pero que en tantos momentos forman parte de nuestro andar.

¡Nos cruzamos con tantas personas a lo largo de nuestra vida! Somos un pueblo que camina, como dice la canción, «somos errantes peregrinos en busca de un sentido, sentido de unidad».

Y en ese andar, surgen dificultades, momentos angustiosos y tristes, momentos descorazonadores. Pero el cristiano enciende la mecha de la esperanza, enciende la luz en medio del tedio y la oscuridad.

Como esa primera familia del anuncio que no solo decide sonreír, sino que se vuelve hacia los demás contagiando amor.

¿El cristiano puede ser pesimista? Rotundamente, no.

Igual me busco detractores, pero creo profundamente que el cristiano no puede hundirse en una actitud pesimista. Nuestra fe nos guarda bien de ello. Hay una gran diferencia entre la tristeza y el pesimismo.

El pesimista interpreta la realidad centrándose en aquello que produce dolor o malestar. Es una manera de pensar y de comportarse en que se juzga todo desde el peor escenario posible, con expectativas negativas hacia aquello que ha ocurrido o lo que va a ocurrir. Esta actitud pesimista puede paralizarnos.

Desde el pesimismo, no hay lugar para la esperanza. En cambio, el cristiano vive desde y por la esperanza.

Reconoce la tristeza, asume la tristeza, valora la tristeza como una parte indisoluble de la realidad humana, de la que se aprende y a partir de la cual se renace y se construye. María sintió la tristeza devastadora ante la muerte de su hijo, la vivió y le dio espacio en su realidad, y se sobrepuso a ella llena de esperanza.

«Estén siempre alegres»

La esperanza es virtud perdurable de la vida cristiana junto con la fe y el amor, y el amor nace de la esperanza. En este sentido, las Cartas de San Pablo son un instrumento inspirador para entender que el Evangelio produce gozo y paz, y que llenos de ambos no podemos más que contagiar la Buena Noticia que subyace en la vida de los seres humanos.

Contagiar el evangelio implica comprender que no podemos encerrar a Dios en nuestro corazón, tenemos que llevarlo a cuántos nos rodean. La persona de fe sabe que está obligada a contagiarla y llevarla a los demás, porque «No se enciende una luz y se pone debajo de un almud» (Mateo 5:15).

Y precisamente es lo que hace María con su pariente Elisabeth. El encuentro de María y Elisabeth fue el encuentro de la luz de la fe, una luz tan grande que se convirtió en una de las mayores oraciones de alabanza y gratitud hacia Dios. Un auténtico canto a la vida, a la alegría, a la esperanza. Quien recibe la luz de la fe no puede más que sentirse así; el alma sonríe y agradece.

La razón de esta alegría es la presencia de Jesús entre nosotros, así es que se puede sostener la lucha cotidiana contra la adversidad exterior y las inquietudes del corazón.

En nuestras parroquias, en nuestras comunidades de fe, hagamos revisión de aquello que contagiamos. La alegría de estar unidos a Cristo Resucitado nos hace caminar contentos, seguros, esperanzados.

San Pablo insiste en el mensaje con contundencia: «Estén siempre alegres, oren sin cesar y den gracias a Dios en toda ocasión; esta es, por voluntad de Dios, su vocación de cristianos» (1 Tes 5, 16- 18).