¿Alguna vez has tratado de explicarle a alguien lo que significa el cielo?, ¿cómo será todo?, ¿qué haremos “allá”? Realmente es una tarea difícil. A mí me tocó hacerlo con mi sobrina que cuestionó con la sencillez y sinceridad que tienen los niños, el hecho de que «estar eternamente en el cielo iba a ser algo muy aburrido». Sinceramente, no estaba preparado para tal cuestionamiento y me enredé tratando de darle explicaciones un tanto elevadas… ¡Sí, a una niña de 9 años! Sin embargo, el Espíritu Santo debe haber salido en mi auxilio ante el apuro y se me ocurrió explicarle, desde mi punto de vista y desde mis propios anhelos, que en el cielo íbamos a poder vivir al máximo la felicidad y la alegría con todas las personas que amamos y que ya están allá. Después de varias explicaciones, mi sobrina quedó un poco más tranquila (¡gracias a Dios!).

C.S. Lewis expresó de forma más profunda: «El hecho de que nuestro corazón anhele algo que la tierra no puede darnos es prueba de que el cielo debe ser nuestro hogar». El Papa Francisco también nos decía en su catequesis del 26 de noviembre de 2014, que «más que de un lugar, se trata de un «estado» del alma, en el cual nuestras expectativas más profundas serán cumplidas de manera superabundante y nuestro ser, como criaturas y como hijos de Dios, alcanzará la plena maduración»


¿Cuán grande puede ser el Amor de Dios para ofrecernos esta vida eterna? Día a día nos cuestionamos sobre ello, y día a día el Señor nos responde con pequeñas y grandes muestras de su Amor; en nuestra oración, a través de las personas y de las distintas situaciones de nuestra vida. Esto nos lleva a preguntarnos: si Dios me permite ser feliz ahora, si me permite encontrarme con su Amor, ¿cuánto más podré serlo en el cielo?, ¿cuánto más profundo e intenso será ese Amor?

El cielo es real y Dios ha querido que muchos santos puedan tener la bendición de entender desde su experiencia humana esta realidad. Ellos explican, definitivamente mejor que yo, esta hermosa realidad que va a ser parte de nuestras vidas.

Estamos en tiempo de Cuaresma y esto debe recordarnos que llegar al cielo implica exigirnos. Hacia allá caminamos día a día. No nos olvidemos que alcanzarlo implica necesariamente cargar nuestra cruz. Encontraremos sufrimiento y dificultades, pero la recompensa es muy alta: el Amor que un día podremos vivir para siempre y a plenitud en la gloria de Dios, en el cielo.

«¡Oh bello cielo! ¡quién no le amaría, ya que tantos bienes están contenidos en él! ¿No es, en efecto, hijos míos, el pensamiento de esta recompensa que hacía a los Apóstoles infatigables en sus trabajos apostólicos e invencibles contra las persecuciones que tuvieron que sufrir por parte de sus enemigos? ¿No es el pensamiento de este bello cielo que hacía parecer a los mártires delante de sus jueces con un coraje que asombraba a los tiranos? ¿No es la visión de tal cosa, el que apagaba el ardor de las llamas destinadas a devorarlos, y que desafilaba las espadas que los golpeaban? ¡Oh! ¡cuántos se encontraban felices de sacrificar sus bienes, su vida, para su Dios, en la esperanza que «pasarían a una mejor vida que jamás acabaría»! ¡Oh habitantes felices de la ciudad celestial, que de lágrimas han vertido y que de sufrimientos han aguantado para adquirir la posesión de su Dios ¡Oh!, nos gritan desde lo alto de este trono de gloria donde están sentados, ¡oh! ¡como Dios nos recompensa por el poco bien que hicimos! Sí, le veremos, a este Padre amoroso; sí, le bendeciremos, a este amable Salvador; sí, le agradeceremos, a este caritativo Redentor, durante años infinitos. ¡Oh eternidad feliz! Exclaman, ¡que vas a hacernos probar de dulzuras y de alegrías!» (Santo Cura de Ars).