Repartir preservativos en competencias deportivas que congregan a un gran número de atletas jóvenes de alto rendimiento no es una novedad. Pasó en los Juegos Olímpicos de Río (2016), pasa en los Panamericanos de Lima (2019), y seguramente se volverá a repetir en Tokio (2020). Se trata de una práctica que tiende a normalizarse, y que amerita una reflexión. 

1. Encuentros ocasionales

Son muchos los atletas que entran a las competencias de alto nivel con un único objetivo en mente: ganar. Pero la realidad es que, de los miles de atletas que participan en una actividad de este tipo, solo unos pocos llegan al podio. Por eso, para la mayoría, estas competencias deportivas son también la ocasión de tener experiencias memorables, no solo a nivel deportivo, sino también desde lo social.

En efecto, las villas olímpicas —y la villa panamericana de Lima— congregan a miles de atletas de distintas nacionalidades y culturas. La de Lima está preparada para recibir a 10,000 atletas, muchos de los cuales quedarán eliminados en las primeras rondas y tendrán mucho tiempo para socializar.

En estas villas, las distancias se acortan, y uno puede conocer mucho de otras culturas conociendo a quienes las representan. Surgirán amistades, intercambio de contactos, aumento de seguidores en las redes sociales; y seguro también algún encuentro de tipo más «cercano». Por eso los preservativos.

En un encuentro sexual ocasional, la palabra «amor» está de más. De hecho, uno de los grandes logros de quienes promueven una libertad sexual absoluta es que se haya instalado en las conciencias de las personas que el sexo y el amor (te recomiendo la conferencia sexo… ¡y del bueno!), no tienen por que ir juntos.

Bajo esta óptica, varones y mujeres pueden embarcarse sin prejuicios en una relación sexual que busca únicamente vivir el momento y pasarla bien. En estos encuentros, el centro está puesto en uno mismo: cuán bien me siento y cuánto placer experimento. Se puede incluso cuantificar la vivencia de la sexualidad: cuántas personas, de qué nacionalidades, cuántas veces, etc. Inevitablemente, el otro se convierte en un número, una cifra, un trofeo… un objeto, y no un sujeto; una cosa, y no una persona.

2. Más, no siempre es mejor

La dificultad de una vivencia de la sexualidad que gira en torno al placer es que este nunca puede llegar a ser un bien compartido. En una relación sexual, por más intensa que sea para ambos, cada quien experimenta únicamente su propio placer. De ahí que el poner en el centro el placer lleva inevitablemente a que la sexualidad se viva de modo egoísta.

¿Cuál es el problema? Que buscar solo el placer en una relación sexual implica considerar al otro como un objeto. Y no suele ser agradable entrar en contacto con alguien que busca principalmente maximizar su propio placer. «Me usan, pero yo también uso». Y ser usado es el precio que a veces uno está dispuesto a pagar a cambio de un «buen momento».

Lamentablemente, en este contexto, «más» no necesariamente quiere decir «mejor». Y por eso la satisfacción no siempre se multiplica al aumentar los encuentros. Porque puede que alguno no haya sido tan divertido; que uno no se haya sentido tan cómodo; o, más que haber ganado, uno sienta que le han quitado algo.

En este contexto, repartir preservativos puede ayudar a evitar un embarazo o la transmisión de enfermedades, pero agudiza un problema de fondo. Porque una vivencia de la sexualidad que se agota solo en la búsqueda del placer deja sin explotar el gran potencial que tiene aquella para plenificar la vida del ser humano.

En efecto, el placer mira a la satisfacción del cuerpo, pero, por sí solo, no llena a la persona. Por eso, un encuentro sexual puede ser muy intenso y, a pesar de ello, dejarlo a uno con una profunda sensación de vacío, o incluso agudizar su soledad. La sexualidad solo despliega todo su potencial cuando se desenvuelve en un marco en el cual, para ambos, lo primero es la búsqueda del bien y lo mejor para el otro —es decir, en el marco del amor—.

Solo desde el amor se entiende la relación sexual como un acto de entrega, y no de conquista o de posesión. La entrega del propio cuerpo deja de ser el precio que hay que pagar para «sentirse bien», y adquiere un sentido más profundo. Deja de ser un «asunto de cuerpos» y pasa a ser un ámbito en el que ambos, varón y mujer, se dignifican —y dignifican al otro— en cuanto personas.

Quien llegó a ser Juan Pablo II decía en «Amor y Responsabilidad» que  «La persona es un bien respecto del cual solo el amor constituye la actitud apropiada y válida» (Capítulo 1.I.6). Con ello marcaba un límite a toda aproximación en la que primara una actitud utilitaria respecto del otro. Y, al hacerlo, señalaba también el único modo en el que una relación puede darse respetando el infinito valor del otro en cuanto persona.