Una frase fuerte pero dolorosamente honesta, dicha por un indigente, un mendigo, un invisible, un ser humano igual a ti o a mí, pero que por distintas razones ahora vive en las calles.

Nadie lo dice, pero tácitamente la sociedad le grita que no solo ha perdido su casa o su familia, sino que también ha perdido su dignidad. ¿Suena duro? Claro que sí, pero creo que nos ha pasado a todos: ir caminando por las avenidas de nuestras ciudades y de pronto encontrarnos con gente que vive en las calles pidiendo limosna. Si es el primero que vemos en el día, tal vez notemos su presencia, pero si son varios los que encontramos a nuestro paso, lo más probable es que nos portemos como la gente en el video.

En esta oportunidad De Paul France (una  organización caritativa que busca ayudar y «dar techo» a los pobres entre los pobres), nos trae un video impactante y tal vez demasiado familiar. Se trata de un experimento social que con el fin de comparar quién recibe más miradas (más atención). Un perro y un mendigo son puestos a algunos metros de distancia en una calle parisina. Al cabo de unas horas, la mascota recibe 258 miradas versus 17 que recibe el mendigo.

Ver este video, me hizo pensar en la parábola de Lázaro y el hombre rico (Lc 16, 19-31). Por lo que comparto a continuación una reflexión del sacerdote francés Bernard Hurault:

«Esta parábola habla de división del mundo entre pobres y ricos. Hay una ley fatal del dinero que lleva al rico a vivir aparte: alojamiento, movilización, diversiones, atención médica. La pared que construyó el rico en la presente vida será, después de su muerte, un abismo que nadie podrá salvar. El que haya aceptado esta separación se verá puesto al otro lado para siempre. 

Jesús da un nombre al pobre, pero no al rico, volcando así el orden de la sociedad presente que trata como persona al «señor x», pero no al marginado. También vemos que Lázaro, al morir, encuentra a muchos amigos: los ángeles y Abraham, padre de los creyentes. El rico, en cambio ya no tiene amigos o abogados para arreglar su situación: el infierno es soledad. 

Algunos desearían saber cuál fue el pecado del rico para que fuera condenado al infierno. ¿Acaso negaba a Lázaro las migajas de su mesa? Pero eso no lo dice el Evangelio: sencillamente el rico no veía a Lázaro echado a su puerta».

Es aquí que quisiera detenerme y resaltar lo incorrecto de nuestra ceguera. Muchos de nosotros optamos por ignorar al desamparado, no porque seamos necesariamente “malos”, sino tal vez porque “ver” al mendigo implique el riesgo de hacer algo para aliviar su situación. El peligro de optar conscientemente por ignorar al que nos necesita es que terminamos desarrollando costras en el alma: ya no somos capaces de ver el sufrimiento del otro. Lo que hicimos una vez de forma consciente se vuelve una reacción inconsciente, una parte más de nuestra vida, que con el tiempo justificaremos convencidos de su validez.

El padre Hurault lo explica así: «El rico no se afana tanto por gozar de la vida como para convencerse a sí mismo de que él tiene razón: hasta la iglesia debería justificarlo. Y es esta perversión de su mente que lo lleva al infierno […]».

Asimismo, nuestro Papa Francisco nos da un mensaje relacionado a este tema, sobre todo ahora que estamos en Cuaresma. Él nos lo explica de la siguiente forma:

«Ante este amor fuerte como la muerte (cf. Ct 8,6), el pobre más miserable es quien no acepta reconocerse como tal. Cree que es rico, pero en realidad es el más pobre de los pobres. Esto es así porque es esclavo del pecado, que lo empuja a utilizar la riqueza y el poder no para servir a Dios y a los demás, sino parar sofocar dentro de sí la íntima convicción de que tampoco él es más que un pobre mendigo. Y cuanto mayor es el poder y la riqueza a su disposición, tanto mayor puede llegar a ser este engañoso ofuscamiento. Llega hasta tal punto que ni siquiera ve al pobre Lázaro, que mendiga a la puerta de su casa (cf. Lc 16,20-21), y que es figura de Cristo que en los pobres mendiga nuestra conversión. Lázaro es la posibilidad de conversión que Dios nos ofrece y que quizá no vemos. Y este ofuscamiento va acompañado de un soberbio delirio de omnipotencia, en el cual resuena siniestramente el demoníaco «seréis como Dios» (Gn 3,5) que es la raíz de todo pecado. Ese delirio también puede asumir formas sociales y políticas, como han mostrado los totalitarismos del siglo XX, y como muestran hoy las ideologías del pensamiento único y de la tecnociencia, que pretenden hacer que Dios sea irrelevante y que el hombre se reduzca a una masa para utilizar. Y actualmente también pueden mostrarlo las estructuras de pecado vinculadas a un modelo falso de desarrollo, basado en la idolatría del dinero, como consecuencia del cual las personas y las sociedades más ricas se vuelven indiferentes al destino de los pobres, a quienes cierran sus puertas, negándose incluso a mirarlos».

Aprovechemos esta Cuaresma para abrir los ojos a nuestro prójimo, para fijarnos en «los invisibles» y para que sea una oportunidad de hacer de este año, un año de misericordia.