

Existen en medio del mundo muchos santos de lo cotidiano. No siempre nos damos cuenta de ello, pero Dios conoce bien su entrega y vida de caridad, y ellos van sembrando la presencia de Dios por donde pasan. Sin dejar de resaltar el valor de su testimonio —que nos hace la santidad más cercana— es también verdad que han existido santos cuyas vidas nada tienen de ordinario. Son personas cuyas historias parecen superar la ficción, y completan el amplio abanico del hermoso mosaico de la santidad a la que estamos llamados.»
La historia de San Damián de Veuster es una de esas vidas cuya generosidad y caridad parecerían haber tenido origen en la mente de un escritor inspirado. No es así, pues fue una persona de carne y hueso, llena también de fragilidades como todos nosotros, pero con un corazón absolutamente lleno del amor de Dios (que en realidad todos podríamos tener).
Molokai es una sencilla pero hermosa película que narra la vida de este gran santo misionero que, a la edad de 33 años, se ofreció como voluntario para atender a los leprosos en una la isla hawaiana. Ahí, en una época donde esta enfermedad era incurable, a las víctimas de ese mal se les exiliaba, lejos de toda atención humana y abandonados a la miseria y al aislamiento.
¡Qué contraste entre la belleza de esa isla hawaiana, exuberante en su naturaleza, y la miseria y fealdad de la vida precisamente de aquellos quienes, entre toda la creación, llevan el sello de Dios! Golpea con fuerza el misterio del mal, pero toca con mayor fuerza aún la única respuesta que hay ante tanto dolor y miseria: el amor de Dios, y quizás más aún, el amor de Dios testimoniado por el corazón humano.
Damián murió víctima de la lepra, como un enfermo más entre aquellos a quienes sirvió hasta el último momento que le alcanzaron las fuerzas. Tocado por la miseria y el abandono, supo llevar el rostro misericordioso de Dios a los más abandonados entre los abandonados. Ahí fue pobre entre los pobres, lloró con sus miserias y fue perseguido por ser justo. Con ellos pasó hambre, y por ellos luchó para que tengan paz y dignidad. Molokai nos ofrece la oportunidad de contrastarnos con las bienaventuranzas que él encarnó con tanta fidelidad, y que resumen la vida de su único modelo de vida, el Señor Jesús.
1. Reverencia y compromiso: Sentirse tocado por el dolor y la pobreza no es difícil. A veces nos sentimos “buenos” porque nos dolemos de la situación de los demás. Ciertamente, el primer paso es la reverencia necesaria para poder advertir el mal que sufren los demás, pero si luego no hacemos algo por esa persona —¡al menos elevar una oración!— nuestros buenos sentimientos solo quedan en eso: en sentimientos que no terminan siquiera de ser buenos. San Damián nos da un gran ejemplo de esa entrega y compromiso. El no entrega la moneda sin tocar la mano del mendigo, sino que lo abraza y le ofrece lo mejor que tiene: el amor de Cristo.
2. No solo palabras…: El santo no es necesariamente el que habla o predica con palabras más hermosas y elocuentes, sino quien refleja en toda su vida la gloria de Dios. Esa es la mejor prédica, y esa fue la prédica que ofreció el P. Damián.
3. No tenerle miedo al desánimo: Con mucha probabilidad, en algún momento de nuestra vida, lo enfrentaremos. Es decir, no desanimarnos si nos desanimamos, pero tampoco darle más espacio a este enemigo mortal del cristiano. El P. Damián se sintió muchas veces desanimado, olvidado por sus amigos y por la gente que hablaba maravillas de su labor, pero cuyos elogios no se transformaban en ayuda concreta. No siempre veremos el fruto de nuestras obras, y Dios conoce mejor que nosotros los tiempos en los que responde a nuestras súplicas. Sin duda este gran santo sufrió muchas veces el desánimo, pero no se dejó vencer por la desesperanza.
4. Ser tercos (para lo bueno): Hay terquedades que son malas porque solo miran a uno mismo. Encierran a la persona en el individualismo, y lo hacen sordo a la verdad y ciego ante el prójimo. Damián fue sin duda un hombre terco, pero supo corregir esa característica de su personalidad para orientarla hacia el servicio y la ayuda. Fue terco para el bien, que no encierra en uno mismo sino que mira fijamente a la persona que está a nuestro lado. Su alegría final no fue morir rodeado del cariño y aprecio de los demás —que no está mal— sino saber que había logrado conseguir más gente para ayudar a los leprosos.
5. El final de la vida de un santo es siempre el inicio de una amistad: Una buena película, como un buen libro, es aquella que no queremos que termine, y que cuando se llega al final se experimenta incluso un poco de tristeza. Lo bonito de ver películas sobre santos es que cuando concluye no termina necesariamente nuestra relación con ese santo. ¡Todo lo contrario, recién empieza! A diferencia de las películas o libros, la relación con un santo nunca se acaba. Un santo es un amigo a quien nunca perdemos, pues nos sigue acompañando desde la eternidad, como puede hacerlo ahora San Damián después de ver esta película.
Para ver la película completa haz click aquí.
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