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El festín de Babette es una película danesa que consiguió en 1988 el Oscar a la mejor película extranjera. Volvió a sonar hace no mucho con la elección del Papa Francisco, pues se dio a conocer que era una de sus películas favoritas. Aun así no es muy conocida, siendo una producción que vale muchísimo la pena ver tanto por su belleza como por el profundo contenido de su sencilla historia.

La trama se desarrolla en un apartado pueblo de la costa danesa, en el cual dos hermanas —Filipa y Martina— hijas del venerado pastor protestante ya fallecido acogen a una refugiada francesa —Babette— quien perdió todo, incluido a su esposo e hijo, en las revueltas revolucionarias de la París de 1871.  Tras varios años a su servicio Babette gana una importante suma de dinero en una lotería. Las hermanas, pensando que las iba a abandonar, se sorprenden con el pedido de Babette: el permiso para cocinar una cena en honor del recordado pastor. La historia —que se basa en una novela corta de Karen Blixen—  parece sencilla pero encierra, bajo la dirección de Gabriel Axel, profundas analogías con el cristianismo.



Llama la atención en las dos ancianas el fuerte sentido del deber, inculcado por su padre y expresión de un compromiso ante todo con Dios. En la austeridad de su existencia, arraigada también en una concepción cristiana de la vida, se percibe al mismo tiempo un rechazo a todo lo mundano. Poco a poco vamos comprendiendo ese aspecto muy presente en la concepción luterana del cristianismo, en el que lo material, así como el gozo y el placer, son vistos con desconfianza y en su mayor parte rechazado. Contrasta fuertemente con la aproximación de Babette, cuya educación y catolicismo —“papista” en la mente de las ancianas— la lleva a una valoración positiva de lo material y de los placeres de la vida tomados con moderación.

El espectacular banquete que prepara, quizás a primera vista superfluo e innecesario, evidencia una aproximación a la realidad que comprende la creación como un don y asume lo material y lo sensible como realidades que no deben ser temidas, sino asumidas e integradas mirando hacia un fin mayor.  Con gran arte y profundidad, el director de esta obra nos va mostrando cómo la abundancia y generosidad de los dones de la mesa van permitiendo no solo honrar la memoria del pastor fallecido, sino lograr la apertura interior de los comensales, la reconciliación entre ellos, y finalmente, la alabanza a Dios. El hombre es una unidad biológica, psicológica y espiritual, y la Encarnación del Señor Jesús arroja una luz tanto sobre la unidad de todo el ser humano como sobre el valor de lo creado.

El banquete es, en cierto sentido, todo un sacrificio por parte de Babette. En él ha puesto toda su fortuna. En él, también, ha puesto todo su “arte” como cocinera, que no es poco, pues se nos revela que era ella una famosa chef de París. En la abundancia de la mesa, en los exquisitos manjares y generosos vinos hay toda una analogía sobre los inmensos dones de Dios, muestras de la infinidad de su amor, que pone a nuestra disposición no para abusar de ellos sino, para alcanzar la felicidad y darle gloria. No pocas personas han visto en este banquete una analogía con la Eucaristía por la dimensión de sacrificio, de generosidad, y de banquete que manifiesta esplendorosamente sobre una mesa el amor infinito de Dios por la humanidad.

Sabe Babette la poca capacidad que tendrán sus comensales —acostumbrados a los rudos potajes de la aldea— para comprender el valor de su arte culinario. Ella no espera retorno ni agradecimiento —¿será otra analogía con el amor de Dios por nosotros, amor imposible de comprender para nosotros en toda su magnitud?— pero aun así lo entrega todo. Curiosamente, pidió antes permiso para preparar la cena, quizás dando lugar a la libertad de las hermanas para aceptar la entrega del don o rechazarla. ¿Será una sutil referencia a la libertad del hombre que le da la posibilidad de aceptar o negar la gracia de Dios?

Durante la cena juega un papel importante el general Lorens Loewenhielm, hombre de mundo y uno de los comensales de Babette. Su historia personal, que encierra anhelos legítimos así como la búsqueda de vanidades, le alcanza en este momento de su vida un tanto desesperanzado con lo que el mundo le ofrece. Curiosamente la fiesta de Babette, con todo lo que encierra, le lleva a redescubrir anhelos ya olvidados, y posibilidades que hacen renacer en él la esperanza.

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Sería vano atribuir todo lo logrado en los doce comensales —sí, doce— si nos quedásemos solo en el aspecto material de la comida. Es una gran virtud de esta película mostrarnos, con gran arte y belleza, que lo que opera detrás de lo aparente es algo mucho más profundo, y en el fondo, no otra cosa que la gracia de Dios que va transformando, a partir de una experiencia que empieza en lo sensible, los corazones que se abren a Él. En el banquete de Babette, una auténtica fiesta de gozo, entrega y alegría, cada comensal va descubriendo un sentido más profundo para la vida, lleno de belleza y verdad.

No son pocas, en la película, las tomas que se detienen en la sencillez de un pescado u otro alimento o en la magnificencia del cielo y del mar. Son todos dones de Dios, a partir de los cuales, con la creatividad que parte de la aceptación del don y de la conciencia de su valor, el artista que hay en cada ser humano se hace co-creador para llevar también a otros la experiencia de la belleza y del amor de Dios.

Quizás una de las grandes lecciones de la La fiesta de Babette es precisamente una hermosa reflexión sobre la creación y su valor en el marco del amor de Dios, creación que es al mismo tiempo escenario en el que el hombre se abre a la gracia de Dios y recibe la salvación.