

Muchos hemos experimentado momentos en que la soledad se siente tan fuerte que no comprendemos lo que estamos sintiendo. Aunque sabemos que realmente siempre hay alguna persona que se preocupa o interesa por nosotros, y que en definitiva siempre Dios está acompañándonos, simplemente nos sentimos en la «nada» por decirlo de alguna manera… esa sensación que traspasa nuestra propia fuerza y nos comunica una pseudo-angustia o como un no sé qué.
Esta es una carta abierta con la cuál podemos hablar francamente con Dios en los momentos en que, hay que decirlo, nos sentimos tan solos que pensamos que hasta Él se ha ido…
«Señor hoy quiero hablarte desde lo más sincero de mi ser, serte franco, hoy no me acerco a ti lleno de agradecimiento y de esa ilusión de ser escuchado por mi mayor amigo, hoy siento una gran angustia, un vacío gigante que hace que piense que hasta tú te has ido.
Porque me parte el corazón el estar lejos y sentir que todos los amigos y hasta muchos familiares se han olvidado de mi. Estar en un lugar donde la cultura, las personas y el ambiente son tan distintos hace que el alma se sienta fuera de lugar, que allí no tiene esa cercanía hermosa que da la confianza entre los amigos y hermanos de camino.
Porque la sombra de la angustia llega cuando no hay nadie con quien hablar abiertamente y entablar una conversación de esas en las que el temor, la timidez o la premura del tiempo no ponen sus anclas. El ver todo el tiempo el celular a la espera de un mensaje que jamas llegará… y justo ahí es cuando el dolor toca tierra y muy gallardo se hospeda en mi y hasta exige ser reverenciado.
Me quiebro cuando fruto de la sensación del vacío y la monotonía, descubro que el crucero de la debilidad hace amarres en mi puerto y de él descienden miles de intrusos que cual colonización en nuevas tierras, esclavizan mi vida y la llenan de costumbres, dialectos y demás extravagancias que no son mías.
Te busco Señor, pero no te encuentro, no logro llegar a tu puerta y no sé si he perdido el rumbo o te has mudado sin avisarme, grito y solo escucho mi propio eco… los ojos se deshacen en lágrimas por haber descubierto tan cruentas debilidades y no sentir tu mano que me salva del naufragio.
No comprendo cuánto tiempo debo soportar esto, cuánto tiempo debo escuchar silencio como respuesta, enviar mensajes sin que encuentren destinatario, grito y no escuchas, actúo y todo sigue igual… háblame, dime por lo menos una palabra para saber que aún estás conmigo, o dime si quieres que no te busque más, si ya me he alejado tanto que no es posible acercarme de nuevo. Dime algo, dame una señal.
Si quieres ven y abrázame fuerte, haz que el dolor y la desesperanza huyan con temor y el crucero tenga que partir con todos sus tripulantes hacia lugares inalcanzables de donde les sea imposible regresar. Dime que me perdonas, que estás aquí, o explícame para qué necesitas que sienta todo esto, que descubra tanta debilidad en mí, no quiero más tu silencio.
Quédate Señor conmigo, pero si decides irte llévame Señor contigo».
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