5 roles desconocidos de las mujeres en los orígenes del cristianismo
El lugar que ocupan mujeres y varones en el ámbito eclesiástico es sin duda un tema polémico que alimenta todo tipo de juicios. En este amplio abanico, los ataques del feminismo radical están a la orden del día. Ciertamente es importante resignificar los espacios de participación de las mujeres al interior de la Iglesia. Sin embargo, esta institución humano-divina dos veces milenaria no es susceptible de ser democratizada como muchas otras instituciones civiles. ¿Por qué? Porque la democracia, si está en sintonía con el derecho natural, es adecuada para regir los asuntos entre semejantes, es decir, entre seres humanos. Pero la Iglesia ha sido establecida por voluntad de Jesucristo (y entre Dios y el hombre no hay simetría posible). Así pues, las ampliaciones deben darse siempre en el marco de la Revelación y con la vista vuelta al Creador.
Remitiéndonos a la ciencia histórica, diversas fuentes dan cuenta de que las mujeres tuvieron un rol imprescindible en la transmisión de la Buena Nueva. Desde que Jesús comenzó su prédica, un nutrido grupo de ellas lo siguió, engrosando las filas de los primeros fieles y tras la Ascensión de Cristo, ambos sexos colaboraron con diferentes roles en pos de un objetivo trascendente: llevar el Evangelio a todos los rincones del mundo. En este cristianismo primitivo las mujeres desempeñaron diversas actividades que contribuyeron a la edificación y el afianzamiento de la primera comunidad cristiana y permitieron que las enseñanzas de Jesús se expandieran por todo el Imperio Romano.
Este breve post tiene la doble intención de echar un poco de luz sobre lo fundamentales que fueron (¡y cuánto más ahora!) las mujeres en los veinte siglos de la Iglesia, y sugerir, desde la Tradición, lugares de acción que respondan a las necesidades de nuestros hermanos. ¡Espero les sirva!
Si quieren ampliar sus conocimiento sobre estos temas, les recomiendo leer: «Qué se sabe de las mujeres en los orígenes del cristianismo», de Elisa Estévez López. «Historia social del cristianismo primitivo», de Ekkehard Stegemann y Wolfgang Stegemann.
Se trataba de mujeres que por su reconocimiento social y situación económica más acomodada, pudieron utilizar sus bienes para dar soporte a los discípulos de Jesús y ejercitar la hospitalidad. En los comienzos del movimiento cristiano, las casas privadas desempeñaron una función central como lugares donde la comunidad se reunía. La casa constituía la unidad socioeconómica básica de la sociedad mediterránea antigua, por lo que se convirtió en un núcleo generador de iglesias domésticas. La vinculación del primer cristianismo con el ámbito familiar favoreció la apertura de nuevas formas de acción social y religiosa para las mujeres, además de permitirles rebasar funciones sociales y roles culturales impuestos sin desafiar abiertamente la estructura social.
La práctica de dar hospitalidad fue una muestra importante de matronazgo femenino y permitió que las mujeres se destacaran por su protagonismo y liderazgo en las tareas de animación comunitaria y evangelización. Puso de manifiesto la contribución femenina en hacer de la Iglesia de los primeros siglos una comunidad de comunidades y permitió que las mujeres fueran independientes y contribuyeran activa y eficazmente en un intercambio recíproco y gratuito entre las diferentes iglesias.
En el contexto de expansión del cristianismo naciente, numerosas mujeres se dispusieron a comunicar la Buena Nueva y crearon importantes redes de fraternidad en todo el Mediterráneo. Al llevar el Evangelio de poblado en poblado, a estos synergos (colaboradores) se les reconocía algún tipo de autoridad, presidiendo las comunidades como directores. Mujeres como Evodia, Síntique o Pérside fueron algunas de las tantas colaboradoras misioneras de las comunidades Paulinas, pero había también parejas célebres, como la de María y Cleofás, Priscila y Aquila, o Junia y Andrónico. Todas estas mujeres, solas o en pareja, desempeñaron un papel directivo en la fundación de comunidades domésticas y ejercitaron la predicación.
Desde los tiempos del apóstol san Pablo ya se registra la existencia de mujeres que reciben el título de diácono. Si bien este oficio eclesial no estaba completamente definido, incluía obligaciones como representar a una iglesia ante otra y diversas tareas caritativas, de predicación y de enseñanza en diferentes comunidades. Hacia el siglo III en Oriente y el siglo V en Occidente aparece el diaconado femenino ordenado. Como ejemplo de diaconisa, san Pablo dirige sus cartas a Febe, una mujer que ejercía su oficio en Cencreas y pertenecía a la comunidad paulina de Corinto.
Este grupo de mujeres desarrollaba labores de enseñanza sobre la maternidad a las madres primerizas y sobre cómo educar a los hijos, visitaban casas y enseñaban a otras mujeres que por sus deberes profesionales no podían asistir a las reuniones comunitarias, recibían en sus casas a los atribulados, muy particularmente a otras viudas y huérfanos sin recursos; y por supuesto, contribuían con sus oraciones incesantes. En un sentido amplio contribuyeron al bienestar de la Iglesia y al crecimiento espiritual de sus miembros.
Para formar parte de este grupo se requería, por supuesto, ser viuda, no tener menos de sesenta años, asentir al compromiso del celibato, haber tenido un solo marido, practicado la hospitalidad y haber educado bien a los hijos, socorrido a los atribulados y haber realizado buenas obras.
Las actividades proféticas de las mujeres se encuentran descritas en el Nuevo Testamento. El carisma profético fue muy valorado en el movimiento cristiano y desempeñaron un papel fundamental en las conversiones, junto a los apóstoles. Participaron también en las asambleas comunitarias y participaron en los discursos en lenguas, en su «traducción» y en la recitación o canto de los salmos. Estas profetisas gozaron de gran autoridad hasta el siglo II. El caso más conocido es el de la hija de Felipe, misionero helenista que vivía en Cesarea Marítima.
Imagen de Stefano Erardi – Trabajo propio, Matthewsharris, 2008-04-24, CC BY-SA 3.0.
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