

No es fácil contar esta historia; la que, a tu manera, tan incomprensible y a la vez tan perfecta, sigues escribiendo con mi propia vida. Cómo olvidar cuando te reconocí avanzando por mi camino, en dirección opuesta a la que venía, esperando, pacientemente, a que estuviera lista para encontrarme contigo. Cuando todo empezó, nunca imaginé lo mucho que significaría conocerte de verdad. Sabes, mejor que cualquiera, cuántas lágrimas me cuestan el esfuerzo de poner todo esto en palabras.
Por eso, agradezco tanto que Miley Cyrus haya escrito la canción «Malibú» a la persona que más ama. Aunque esta cantante no me conoce y es muy diferente a mí en muchos sentidos, es increíble cómo permitió que reconociera en su música la insondable gratitud que me embarga todas las veces que recuerdo como me cambiaste la vida.
¿Recuerdas cómo era hace más de tres años?
Me aterraba ofenderte. Me estresaba tanto no ser perfecta que, en mi afán por evitar equivocarme, vivía torpemente, como si caminara sobre una cuerda floja. Más temprano que tarde, ese obsesivo miedo a caer se apoderó por completo de mí. Tanto así que, sin darme cuenta, terminó convirtiéndose en un miedo inconsciente a vivir. Creía que nada te irritaba más que andar regalando segundas oportunidades a cada rato.
¿Y la misericordia? Bueno, para mí no era más que una palabra utópica que, en todo caso, poco o nada tenía que ver contigo. Hasta que — ¡por fin! — llegó el día en que dejaste de ser el desconocido en las estampitas sobre mi mesa de noche. Recuerdo ese día, el primero de aquella peregrinación mariana al otro lado del mundo, como si hubiera sido ayer. Apenas llegué, no esperaste ni un segundo para romper todos esos miedos en forma de cadena que me tenían esclavizada. Fue un momento parecido a las veces que Miley Cyrus estuvo en Malibú y nunca bajó a la playa o se mojó los pies en la orilla, hasta que Liam Hermsworth la invitó a que lo hiciera. Tal vez ella tenía miedo o la mente repleta de preocupaciones y a él, seguramente, no le importaba nada más que disfrutar al máximo el día de playa a su lado.
Lo digo porque ahora entiendo que algo así era lo que Tú querías para mi propia vida. Cuánto tiempo creí que me obligabas a cumplir tantas condiciones, que se burlaban de todas mis debilidades, para poder agradarte cuando, en realidad, solo esperabas de mí una cosa: que fuera feliz siempre. Pero no te referías a una felicidad abstracta o indiferente a mi realidad que, por momentos, se parecía a un mar embravecido que me asustaba, me agotaba, me revolcaba e, incluso, llegaba a ahogarme. No entendía cómo me creías capaz de «nadar» en ella con la frente en alto ni por qué me invitabas a sonreír en medio de la tempestad, incluso sabiendo que, algunas veces, a mí también me asusta lo que no puedo entender. Como el sufrimiento de los inocentes, por ejemplo, la gran carga de incertidumbre contenida en el futuro, el hecho de que las personas más importantes de mi vida se vayan o no siempre me amen de vuelta o las tragedias que, cuando pasan, no tienen consideración por nada ni por nadie.
Aun así, no elegiste calmar la corriente
No hiciste que la realidad fuera más fácil. No me ahorraste ni una sola caída, ni una sola lágrima. Te valiste de cada dificultad para enseñarme a buscarte, a dejar que me
rescataras y a depender de ti en todo momento. Pero, sobre todo, para demostrarme lo insignificantes que pueden ser mis problemas, en comparación a lo poderoso que eres Tú. Así como recuerdo todas las veces que el dolor me azotó como las olas del mar en bandera roja, también tengo grabado en la memoria cómo Tú nunca permitiste que me ahogara.
Aprovechaste cada golpe no solo para volverme más fuerte, sino para romper la coraza con la que pretendía protegerme del miedo y que, al final, solo terminó endureciéndome el corazón. No fue fácil, lo admito. Pero, felizmente, durante esa peregrinación mariana al otro lado del mundo, comencé a entender lo incompatible que era la felicidad que venía de ti con mi incapacidad de amar. Entonces, como una madre con su pequeño que recién aprende a caminar, me tomaste de la mano con ternura. A medida que fui creciendo, derribaste cada uno de mis prejuicios, egoísmos, vanidades y todos aquellos obstáculos que separaban tu corazón
del mío.
Fue así como experimenté ese amor que, como un potente rayo de luz, acaba con cualquier forma de oscuridad, desbaratándote la vida por completo: el que lo entrega todo, sin condiciones, hasta quedar totalmente vacío y sin esperar nada a cambio. Al principio me pareció una locura que me creyeras capaz de amar a otros de la misma manera. Pero, con el pasar de los años, también me hiciste entender que es justamente tu amor la razón por la que toda locura siempre valdrá la pena.
Por eso, a pesar de todo, yo también siento que a tu lado el cielo es más azul. En tiempos como los de ahora, en donde es prácticamente un tabú hablar sobre ti y nuestro valor como personas parece ser proporcional a todo lo que tenemos, es difícil explicar cómo, al estar contigo, siento que no necesito nada más. Tal vez por eso, cada vez que voy al Santísimo, el tiempo vuela sin darme cuenta. Como hago con las personas que más amo, sobre todo
cuando salimos a caminar por la playa en el verano, podría quedarme todo el día conversando contigo de lo que sea.
¿Has contado cuántas veces sonrío al estar arrodillada delante de ti?
¿Te has dado cuenta cómo, al estar ahí, solo te pido que nada de esto cambie? No es solo que no tengo a dónde más ir para sentirme tan completa. Es que también me asusta darme cuenta de lo impredecible que puedo llegar a ser. En los momentos de calma y de mucha gracia, son incontables las promesas que te hice. Indescriptible el fervor con el que te decía que te amaba, que me quedaría contigo hasta el final de mi vida. Pero ante las más pequeñas tentaciones, ante el mínimo golpe a mi orgullo o ante cualquier herida que no supe confiarte, termino
fallándote y olvidándome por completo de quién eres, de lo que significas para mí.
Pero Tú no te olvidas de quién soy yo. Aun cuando, sin pena y sin memoria, vuelvo a levantar todas las distancias que ya habías derribado entre los dos. No te importa cuántas veces las rompa o las olvide, para ti mis promesas nunca dejarán de ser valiosas, nunca dejarán de ser reales. Es que después de emprender el camino de regreso y encontrarte esperándome en el mismo lugar en donde nos vimos por última vez, aprendí que pocas cosas te complacen más que regalar segundas oportunidades. Cuántas veces sean necesarias.
También que el Papa Francisco tenía razón. La Misericordia no es una palabra ajena a ti. En verdad, se trata de tu nombre. De tu identidad. Conoces la facilidad con la que podría abusar de mi libertad para alejarme de ti, apenas mis circunstancias se vuelvan a poner difíciles. Aun así, no te cansas de renovarme la promesa de que todo lo tuyo también es mío. Nunca podré entender tanta bondad. Claramente no la merezco. Siempre te pregunto: «¿Por qué yo, a pesar de todo?» Y Tú, sonriendo en mi interior, solo me respondes: «Por que quiero».
Miro hacia atrás y creo que yo tampoco te hubiera creído si, hace más de tres años, me hubieras dicho que estaría aquí, hablándote de cuánto vale la pena arriesgar, amar, equivocarme, aprender y empezar de nuevo, si lo hago contigo. Esto que, a tu manera tan incomprensible y a la vez tan perfecta, escribes con mi propia vida, está lejos de ser un cuento de hadas. Se trata de una historia real. Tan cambiante e impredecible como las olas del mar.
Sabes, mejor que cualquiera, cuánto me cuesta, por momentos, vivir el presente. También lo difícil que es recordar el pasado, en donde no sabía amor de verdad y terminé haciendo tanto daño. Pero cada vez que siento como si me ahogara, te encuentro a mi lado, de mil y un maneras, dispuesto a salvarme de nuevo. Hoy, cuando caigo, ya no me aterra el castigo que podría venir en mi contra. Después de todo lo vivido, solo me duele herir el corazón que me ama, el corazón que nunca se rinde conmigo, el corazón de mi mejor amigo. Haber llegado hasta aquí, hasta la libertad que significa ser quién soy ahora, es un nuevo comienzo, un sueño hecho
realidad, por el que nunca me cansaré de darte las gracias, con todo mi corazón.
Artículo elaborado por Alessandra Cava.
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