La alegría es una característica fundamental de la vida cristiana. La Encarnación del Señor Jesús abre a un horizonte de plenitud para la persona humana, en el cual todo lo humano cobra una dimensión positiva y llamada a realizarse plenamente. Jesús se hizo hombre y se hizo en todo igual a nosotros, excepto en el pecado. Por eso, así como participó de todas nuestras fragilidades, también lo hizo de todas aquellas realidades, pequeñas y grandes, que alegran la existencia.
Se trata de un tema importante. Tan importante que resulta difícil entender cómo hoy la alegría, aquella que es auténtica y no tan sólo una exaltación efímera de un sentimiento, parece eludir la vida cotidiana de las personas. No es novedad que el mundo de hoy nos presenta agudas contradicciones. El sufrimiento, la soledad, la tristeza envuelven la sociedad y al hombre de nuestro tiempo. Parecería una utopía vivir la alegría, una vana ilusión que en el mejor de los casos, duraría tan sólo unos momentos. Sin embargo, ¿puede ser ésta la vida a la que Dios nos ha llamado vivir?
En 1975, con ocasión del Año Santo celebrado aquel año, el Papa Pablo VI publicaba la exhortación apostólica Gaudete in Domino, sobre la alegría cristiana. «Alegraos siempre en el Señor, porque Él está cerca de cuantos lo invocan de veras»[1], señalaba el Pontífice al iniciar este memorable documento, en el que recordaba asimismo que los discípulos y todos cuantos creen en Cristo, están llamados a participar de esta alegría: «Jesús quiere que sientan dentro de sí su misma alegría en plenitud»[2].
De hecho, el hombre se percibe ansiando una alegría sin límites desde lo más hondo de su ser. Esto forma parte de su naturaleza, y por ello, se trata de un deseo que no puede ser satisfecho con un sentimiento transitorio y efímero. «¡Estad siempre alegres!», exhortaba el Apóstol San Pablo[3]. «La verdadera alegría -nos dice nuestro Fundador- es una realidad de armonía y gozo que cual río subterráneo va aflorando cuando la persona se encuentra con un bien lícito, que conoce y ama como conducente a su meta temporal y eterna»[4]. El único bien lícito que alcanza para el hombre esta alegría que permanece es Dios mismo. «La alegría plena es aquella que se complace en su fuente. Dios, que es Amor, Bien, Belleza, Verdad, es la fuente de la alegría»[5].
En el Señor Jesús Dios se nos ha revelado, dándonos a conocer lo más íntimo de su misterio de comunión. En la obra de reconciliación hemos sido salvados, hechos hijos en el Hijo, y se nos han abierto las puertas para participar en la comunión divina de amor. «La alegría cristiana -afirmaba el Papa Pablo VI- es por esencia una participación espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de Jesucristo glorificado». Viene también a nuestra mente aquella hermosa y esperanzadora promesa del Señor: «Vuestra alegría nadie os la podrá quitar»[6].
Como cristianos, iluminando nuestra vida cotidiana desde lo sobrenatural, no hay motivo para perder esa profunda alegría a la que estamos llamados y que nuestro interior reclama como algo natural. En ocasiones los problemas, los obstáculos, las dificultades pueden obscurecer la realidad, pero no deben hacernos dejar de lado aquella alegría viva firmemente enraizada en las promesas divinas y que, por lo tanto, no falla nunca. A la luz del misterio reconciliador de Dios que por amor se entrega por nosotros, que con infinita misericordia nos llama una y otra vez, que se pone al alcance nuestro para que caminemos en amistad con Él, no hay razón legítima para perder la alegría. «La alegría más auténtica está en la relación con Él, encontrado, seguido, conocido y amado, gracias a una continua tensión de la mente y del corazón»[7] nos decía hace poco el Papa Benedicto XVI.
Tiene la auténtica alegría una dimensión esencial. El Papa Pablo VI la destacaba señalando que la alegría «tiende a una comunión cada vez más universal. De ninguna manera podría incitar a quien la gusta a una actitud de repliegue sobre sí mismo»[8]. Se trata de una dimensión natural. La posesión de cualquier bien nos lleva a comunicarlo a los demás, como la mujer de la parábola del Evangelio, que al encontrar la dracma perdida, prorrumpe jubilosa: «Alegraos conmigo»[9]. Desde otra perspectiva, pero sin duda íntimamente ligada a este deseo natural de comunicar los bienes, está aquella frase del mismo Señor Jesús, de gran profundidad, que nos transmiten los Hechos de los Apóstoles: «Mayor felicidad hay en dar que en recibir»[10].
Todo don de alguna manera nos llama a comunicarlo. Podemos hacerlo compartiendo el bien con otros, o incluso participando a otros de nuestra alegría, que también es una manera de comunicar. Si esto es así tanto con los bienes materiales, y más aun con los bienes espirituales, ¿qué decir sobre Aquel que es el sumo Bien? Nosotros hemos descubierto al Señor Jesús en nuestras vidas. Él ha salido a nuestro encuentro, como hizo con aquellos discípulos de Emaús, para mostrarnos el hermoso horizonte de la vida cristiana. Nosotros lo hemos acogido en nuestras vidas, y procuramos esforzarnos día a día por conformarnos con Él. Para todos nosotros, cada uno desde su propia experiencia, el encuentro con el Señor marca un antes y un después en nuestra vida.
¿Cómo no anunciar entonces, con alegría desbordante, a Cristo Jesús que ha transformado nuestras vidas y nos abre el camino al encuentro con Dios? No hay mayor bien, ni más preciado ni más valioso, que Dios mismo, que ilumina nuestro caminar y nos lleva hacia el encuentro definitivo con Él luego de nuestra peregrinación terrena, donde la alegría será por fin plena. «¡Jesús, el Señor, es nuestra alegría! Y desde el corazón que se abre al encuentro con el Señor, la alegría permanece e irradia, pues a semejanza del amor, ella es difusiva»[11].
En el momento de la Anunciación-Encarnación Santa María escuchó con reverente sobrecogimiento el anuncio del Ángel y respondió con admirable firmeza y prontitud: «¡Hágase!»[12]. A la alegría que suscita el cumplimiento del Plan de Dios se sumaba en María la profunda alegría de saberse humilde portadora del Reconciliador. Gozosa por el inestimable Don que albergaba en su seno, la Madre de Dios sube a las alturas de Judá para compartir con su prima Isabel la maravillosa experiencia de ser Portadora de la Palabra.
En el momento del encuentro entre las dos mujeres el gozo intenso de María se difunde ya con su sola presencia. «Cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño dio saltos de gozo en su vientre e Isabel fue llena del Espíritu Santo»[13]. María misma exclama: «Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios, mi Salvador.»[14]. La escena nos sobrepasa, pero podemos vislumbrar la hondura que encierra, y llegamos a descubrir la profunda experiencia de alegría que brota del encuentro y la comunión entre las dos mujeres, comunión que tiene como centro al Señor Jesús.
Al mirar la alegría de María comprendemos también cuánta alegría y gozo permite el Espíritu divino experimentar a aquellos que por el don generoso de sí mismos se hacen partícipes del Misterio de Amor que es Dios, del «misterio de recíproca entrega y acogida propio de la Santísima Trinidad»[15]. Sin duda, es esa reciprocidad la que en el ser humano produce una alegría inigualable, el gozo más pleno y colmado[16]. La experiencia de María nos enseña que la vida de toda persona humana se realiza por el don de sí mismo a los demás, pues quien dona ama, y al ser creada por el Amor y para el amor, sólo puede realizarse viviendo el amor. Es este dinamismo el que, como río profundo, inunda de alegría la vida de la persona, irradiándose a los demás.
No comunicar a Cristo, con quien nos hemos encontrado, es no haber acogido con todas sus consecuencias a quien es la senda que conduce a la meta que ansía el corazón humano. El cristiano es un apóstol, siempre según las circunstancias y características propias de cada, pero es siempre un evangelizador. Hoy en día, cuando se oscurece de tantas maneras la presencia de Dios en el mundo, se necesita anunciar con mayor ímpetu a quien es Camino, Verdad y Vida. Ese anuncio evangelizador, para que sea convincente, debe dar testimonio de aquella alegría profunda de la que es poseedor todo auténtico discípulo de Cristo.
Escribía el Papa Pablo VI: «Ojalá que el mundo actual -que busca a veces con angustia, a veces con esperanza- pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo»[17]. También el Papa Benedicto XVI, en la Jornada Mundial de la Juventud de Colonia, en el año 2005, decía a los jóvenes unas palabras que hoy resuenan para todos nosotros con especial urgencia: «El encuentro con Jesucristo os permitirá gustar interiormente la alegría de su presencia viva y vivificante, para testimoniarla después en vuestro entorno»[18]. Seamos de aquellos apóstoles alegres, que irradien en sus vidas la alegría misma de Cristo. No hay razón auténtica para no serlo, no hay motivo real para perder de vista y no comunicar a otros las maravillas que Dios nos ofrece cuando caminamos, de la mano de Santa María, hacia Él.
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