

Se conoce como «Florecillas de San Francisco» a una selección de escenas de la vida de este santo y de sus primeros seguidores en la orden, que cierto fraile, en el siglo XIV, eligió de entre los relatados en una obra de mayor extensión denominada «Actus Beati Francisci et sociorum eius»; los que juzgó más hermosos y más edificantes de la vida de San Francisco.
Pues queremos fijarnos en el capítulo ocho de esta obra, en ella San Francisco enseña a uno de sus seguidores en qué consiste la perfecta y verdadera alegría, tema de nuestro post. Resumidamente, se cuenta en dicho capítulo que San Francisco, junto con el hermano León, caminaba hacia Santa María desde Perugia en una desapacible, oscura y tormentosa tarde de invierno. Y estando en estas desfavorables condiciones le preguntó su condiscípulo dónde encontrar la alegría perfecta.
San Francisco, — con la sabiduría y serenidad que se tienen cuando uno vive cerca del Señor y con la gracia del momento por encontrarse empapados hasta los tuétanos —, le respondió a su acompañante que la alegría no se encuentra en los parabienes que su orden pudieran tener, o en los logros suyos o de sus hermanos que pudiesen conseguir; sino en soportar toda contrariedad, injuria, oprobio, sufrimiento, desilusión, engaño, frustración, desaire, fiasco, desprecio y desatención, burla… «pacientemente y con alegría, pensando en los sufrimientos de Cristo bendito, los cuales debemos soportar por su amor: ¡Oh hermano León!, escribe que ahí y en eso, está la perfecta alegría».
Cuando el servicio llama
Pues esto es lo que se nos relata, salvando las distancias de momento y época, en el video que presentamos en este artículo. En él este joven franciscano nos explica cómo, a pesar de no apetecerle nada y de encontrarse cansado y con un proceso gripal en gestación, toma un avión a New York para ayudar en una parroquia en los ministerios de la palabra y la Eucaristía. La condiciones del momento quizá no sean ni las más oportunas ni las mejores para realizar su ministerio. Pero con una sencilla sonrisa explica en qué consiste la alegría perfecta, relatando el episodio que hemos comentado anteriormente de la vida de San Francisco. Y con cámara en mano muestra claramente lo parecido de su situación con la del santo.
Pienso que son muchos los cristianos, y no cristianos, a los que les cuesta entender una vida, una vocación, de entrega y servicio a los demás por amor a Dios. Son tantas las exigencias, los sacrificios y esfuerzos que se presentan en ese camino, que pensamos que Dios en el fondo eso no lo quiere, al menos para ellos. Quizá les moleste que algunas personas vivan con radicalidad las exigencias cristianas, como Cristo mismo las vivió, olvidando que allí mismo se encuentra la alegría auténtica.
Entregarnos a los demás es reflejo del amor de Dios
Evidentemente cualquiera de nosotros espontáneamente piensa primero en él, en sus necesidades e intereses, que en los problemas y carencias de los demás, confieso que a mi me pasa. Pero, como Cristo mismo nos enseñó con su ejemplo y predicación, el servicio y entrega a los demás es reflejo y consecuencia que el amor que Dios nos tiene. Y, tomando las enseñanzas de un santo contemporáneo, «lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado».
Ese corazón enamorado nos ayudará a saber encontrar la alegría verdadera y auténtica en el servicio a los demás, a pesar de los sacrificios que conlleve. Porque darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría. Como última reflexión me gustaría que pensaras en los siguientes interrogantes ¿Cuando fue la última vez que te ofreciste a ayuda a alguien?, ¿compartes con los demás la alegría de servir?, ¿ayudas a otros incluso cuando te sientes cansado o agotado?
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