Este es un tema que pocas veces lo he visto afrontado con claridad. No sé exactamente por qué. Mi impresión es que se habla mucho del pecado en forma abstracta o usando una terminología académico – teológica que el cristiano común no siempre entiende. Sin embargo estamos delante de un tema clave en la vida cristiana y es importante ser claros: todos somos pecadores y lo queramos o no son muchas las veces que nos enfrentamos a nuestro pecado personal en toda su crudeza existencial: «Me he hecho daño y le he hecho daño a las personas que quiero, ¿qué debo hacer?». Esta experiencia dolorosa, que casi siempre viene cargada de sentimientos, pensamientos e impresiones espirituales, y que poco o nada tiene de abstracto o académico, hay que aprender a enfrentarla desde una fe cristiana equilibrada, que no ceda a la desesperanza y al desánimo, por un lado, y que, por otro, tenga la madurez de no encenderse en esas batallas voluntaristas, donde la gracia de Dios es decorativa y que terminan por quemar, sin distinciones, el trigo y la cizaña que existe en nuestra vida.

En mi vida cristiana siempre pensé que el demonio no descansaba hasta inducirnos a caer en el pecado, ahora estoy seguro que el demonio no descansa hasta que nos sintamos perdonados. No me malinterpreten. El demonio no se ha convertido. Simplemente sabe, como lo sabes tú, que el pecado, asumido, comprendido e integrado de la manera correcta, puede ser una enorme fuente de gracia y de conversión en la vida un cristiano. Por esta razón, la caída es el punto de inicio de un combate mucho más complejo entre las fuerzas del bien y las del mal, y es que en la mirada sobre el propio pecado pueden ocurrir dos cosas: podemos percibir la inmensidad del perdón de Dios y abrirnos al abrazo de Cristo crucificado, o podemos ingresar en un proceso auto-referencial y auto-lesionista donde la confesión y la penitencia se convierten en mecanismos psicológicos para sentirnos temporalmente perdonados. El tentador descansa solo cuando esto último ocurre; es decir, cuando ha conseguido atarnos a nosotros mismos y nos ha alejado del dialogo amoroso que Jesús quiere tener con nosotros.

Ojalá haya quedado clara la importancia del tema que quiero tratar. Advierto que no voy a tratar este problema desde una perspectiva teológica, lo voy a tratar desde el punto de vista de un pecador experimentado que ha caído en muchos de los errores que ahora es capaz de explicar. Bueno… ahora toca pasar al desarrollo. Entonces, ¿cómo debo enfrentarme a mis propios pecados? Voy a dividir mi propuesta en pasos pero advierto que es una división artificial, muchas veces los pasos se dan de manera simultánea en el corazón y en la mente de las personas, otras veces son parte de un proceso con etapas, en fin, creo que se entiende… y lo primero es:

1. Reconocer el mal realizado

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Aunque no sea una experiencia linda, hay que saber tomar conciencia del mal que hemos hecho y mirarlo serenamente pero de frente. Este es el momento para abrirnos paulatinamente a  reconocer y asumir la responsabilidad que nos corresponde; no más y no menos. Por ello es importante tratar de considerar si es que concurrieron causas que atenúan o agravan nuestra culpa. Los sentimentalismos que nos llevan a exagerar la culpa no nos hacen un favor. Querer sentirnos mal, muy mal, o pésimo, no es un modo de asumir responsabilidad, es más bien una manera de poner la mirada en nosotros mismos, y es dar una oportunidad al demonio para que siembre sus primeros abrojos. Reconocer el mal realizado no significa tampoco entretenernos haciendo pronósticos de cosas que no han ocurrido («No volverá a confiar en mí…»), ni en repasos hipotéticos de lo ya acontecido («Si hubiese actuado de otra manera…»), esas son actitudes típicas que nos hacen quitar la mirada de lo esencial y ponerla — nuevamente — en nuestros sentimientos. En esta etapa simplemente toca mirar las cosas de la manera más objetiva y quitarnos las tapaderas que nos impiden llamar a nuestros actos por su nombre: «pecados».

2. Arrepentirse

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En el apartado anterior he puesto un dique a los juicios de valor y a los sentimientos de culpa porque es fundamental volcar nuestro dolor y canalizar nuestras emociones dentro de los surcos de la fe. Fuera de esta el mal cometido se convierte en un padecimiento ciego, privado de sentido o de esperanza. Es dolor experimentado al modo del pathos griego; es decir, «un afecto vehemente del ánimo», un sufrimiento que golpea las paredes del corazón y agrede a la persona, deteriora la valoración personal y en muchos casos conduce la psique al agotamiento y a la tristeza.

El dolor por los propios pecados que se vuelca dentro de la fe, ¿es distinto? Totalmente. El dolor sigue siendo dolor, pero no se experimenta como pathos sino como penthos; es decir, como luto, un dolor enmarcado dentro de una relación con alguien y no con uno mismo. Esto es muy importante porque, si bien existe sufrimiento por haber ofendido a otro, el dolor no se vuelve vehemente y ciego porque tiende hacia un Rostro, es arrepentimiento que busca fuera de sí, que se vuelca a tientas al encuentro del perdón que nunca hallará en sí mismo. Y, como sabemos, el perdón de Dios no demora; el Señor se lanza al cuello del pecador arrepentido y transforma su dolor en dolores de parto, de recién nacido, en lágrimas de alegría por recibir una muestra del amor inmenso e inmerecido de Dios, un amor que nos regenera y nos hace volver a nacer — perdón tras perdón — en el misterio hondo y hermoso de nuestra condición de hijos.

De esta manera, nos dice el P. Rupnik, «el corazón no se rompe, sino que el candado que lo atrapa salta en pedazos y así el corazón puede latir libremente sin estrecheces. El arrepentimiento es un movimiento que lleva hacia el abrazo (…), que pone a la persona en la onda de la relación libre, donde incluso la culpa se interpreta en la clave de una relación más genuina, más estrecha, es decir, en la clave del Rostro».

Qué distinto es acudir al sacramento de la reconciliación cuando se ha experimentado penthos de cuando solo se ha experimentado pathos a causa de nuestros pecados. Pero este punto quiero tratarlo extensamente más adelante.

3. Integrar la fragilidad

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No quisiera que la división que he hecho nos confundiese. Integrar la fragilidad no es una etapa entre el arrepentimiento y la confesión. Es, más bien, una actitud espiritual transversal en todo este proceso. Integrar la fragilidad significa reconciliar nuestra condición de hijos amados con el hecho de que el pecado existe en nuestras vidas y probablemente existirá siempre. Esta aparente paradoja del amor divino no es secundaria en el cristianismo, para San Pablo «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,8). Les pido que lean bien. San Pablo no dice «cuando nos portamos bien, murió por nosotros», ni tampoco «cuando nos arrepentimos, murió por nosotros»… las palabras son: «siendo todavía pecadores, murió por nosotros», y esa es la «prueba», es decir, el hecho o argumento ante el cuál ceden todas las dudas, de que Dios nos ama.

¿Alguien intuyó las consecuencias de esta frase para la vida cristiana? Prepárense porque estamos ante un gran misterio. Esto significa que mi debilidad puede ser una puerta de acceso a una de las experiencias más intensas y hermosas del amor de Dios en mi vida; y que, por lo tanto, la santidad misma «no se encuentra en el extremo opuesto de la tentación, sino en el corazón mismo de la tentación. No nos espera más allá de nuestra debilidad sino en el interior mismo de ella» (André Louf).

Alguna vez un buen amigo me dijo que corriera a la confesión apenas cometiese un pecado. No sé si este consejo es bueno o malo, lo único que sé es que huir del pecado no debe significar huir de nuestra condición de pecadores. Integrar la fragilidad es, en palabras de Louf, «aprender a permanecer en nuestra debilidad al mismo tiempo que entregados a la misericordia de Dios». Quien constantemente repudia su fragilidad y huye de ella como una enfermedad contagiosa, no la está integrando en su vida y no hace otra cosa sino preparar un camino de desilusiones personales que lo conducirán lejos de la gracia y la misericordia, los únicos dos bálsamos capaces de curar las heridas del pecado.

Por último, yendo a lo concreto, ¿cómo sé si estoy integrando bien mi fragilidad? Creo que una persona que ha comenzado a percibir que el amor de Dios por ella es capaz de germinar en los terrenos más difíciles, comienza, poco a poco, a relacionarse con sus pecados y sus miserias ya no según un pathos autoreferencial sino según una experiencia de penthos abierta al rostro de Dios, es decir, con la experiencia de dolor-alegría de quien sabe que Cristo, por su cruz, carga y asume sobre sí toda su oscuridad personal. Ser capaces de colocar nuestras miserias sobre la cruz nos libera de una relación con el Señor centrada en el pecado, que se vive con angustia y que está constantemente plagada de promesas de cambio, sentimientos de culpa y una búsqueda desordenada de que Dios nos diga algo o nos haga sentir su perdón. Una correcta integración del mal en nuestra vida debería llevarnos a ser capaces de relacionarnos con Dios colocándolo a Él y a su amor en el centro y disfrutando de toda la amplitud y profundidad de una relación con Cristo, donde el dialogo sobre el propio pecado forma parte de esa relación pero no es ni el único elemento, ni tampoco el más importante. Usando un símbolo yo diría: la cruz es el perchero de oro donde Jesús nos invita a colgar nuestras miserias para entrar más livianos — como los hijos redimidos que somos — en el santuario de nuestra relación con Dios.

4. Confesión y reconciliación

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La clave para realizar una buena confesión está en dejar que Dios sea Dios. Si después de confesarte te nace un pensamiento de este estilo: «Sí, ya lo sé, he pecado, he hecho esto y aquello porque no sabía de verdad quién es Dios ni cómo me salva. Pero ahora lo sé y lo comprendo. A partir de ahora ya no lo haré más. Es más, Señor: me arrepiento y te prometo que haré tal y tal penitencia, tal y tal sacrificio, porque he pecado. De ahora en adelante, Señor, puedes contar con que haré así, estaré atento a esto y esto…». El P. Rupnik diría que es un razonamiento «totalmente cerrado en el ego. Usa la formulación de un dialogo, pero teje un monólogo. No llega a desembocar en la relación verdadera, sino que continua haciendo su propia voluntad, proponiendo sacrificios, mejoras, misiones, actor heroicos y obras muy santas, pero todas inspiradas en el propio ego».

Es fundamental que no utilicemos la confesión como un mecanismo psicológico para sentirnos mejor o como un hito importante para retomar nuestro combate espiritual. La confesión es un sacramento donde verdaderamente entramos en contacto con la gracia y la misericordia de Dios, que se derraman, por los méritos de la cruz de Cristo, en los corazones de quienes acuden a ella. Es lanzarnos en los brazos de la misericordia lo que nos regenera y nos convierte, es dejarnos sobrepasar por la incondicionalidad del amor de Dios lo que ablanda los corazones de piedra y los transforma en corazones de carne. Quienes logran vivir la confesión de esta manera «cada vez se reconocen más a sí mismos — nos dice el P. Rupnik — en la imagen de Pedro en el patio del Sumo Sacerdote, que delante de la criada consumó todas sus promesas y juramentos y, totalmente desnudo y desarmado, reducido a la nada el orgullo de persona que cree merecerse la misericordia y el perdón, resulta alcanzado por una mirada de misericordia y bondad inesperadas». Esta es la mirada que transformó la vida de Pedro y lo convirtió en el santo que es. Una mirada que lo amó en el momento más duro y miserable de su vida, precisamente cuando no podía pronunciar ninguna justificación o llenarse la boca de más promesas porque su traición y su mezquindad estaban a la vista de todos… ¿qué hizo Pedro para salir de ese hoyo oscuro? ¿Quieren saberlo? ¡No hizo nada! Simplemente dejó que la mirada de Cristo lo atravesara… solo se dejó amar. Esta experiencia, en mi opinión, refleja el sentido pleno de la confesión.

5. Combate y reincidencia

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Los propósitos de cambio no son malos y mi intención no es condenarlos; sin embargo, deben estar enmarcados dentro de la cooperación con la gracia y la providencia de Dios. En muchos casos esto exige de nosotros mucha paciencia y confianza, la gracia de Dios es misteriosa y sus camino no siempre son nuestros caminos. ¿Se acuerdan qué hicieron Marta y María cuando su hermano, Lazaro, enfermó? Le enviaron un mensaje a Jesús diciéndole que su querido amigo estaba enfermo. ¿Saben qué hizo Jesús? ¡Pues no fue! Se quedó donde estaba dos días más. Por supuesto Lazaro murió y el dolor de las hermanas debe haber sido muy hondo, especialmente porque conocían la cura de la enfermedad de su hermano, y esta nunca llegó. ¿Se imaginan el estado de Marta y María cuando Jesús decidió aparecerse? Marta fue la única que tuvo la fuerza de enfrentarlo y reprocharle su actitud, María no tuvo el coraje de levantarse probablemente debido a la decepción y al dolor que sentía. No quiero detenerme en el hermoso dialogo entre Jesús y Marta (que para mí es uno de los diálogos más lindos de todo el Evangelio), solo quiero mencionar la frase que pronuncia Jesús después de escuchar los reclamos de la hermana de Lazaro. Le dijo: «Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?».

Creo que el combate espiritual y la experiencia de volver a caer en los mismos pecados tiene mucho que ver con este pasaje del Evangelio. Como Marta y María, nosotros también podemos hacerlo todo por evitar que el mal y la muerte (que trae el pecado) aparezcan en nuestras vidas, incluso mandar mensajes de auxilio a Jesús, y, sin embargo, el mal y la muerte aparecen. ¿Jesús se demoró de nuevo? ¿Me negó su gracia? Son preguntas comprensibles que aparecen en nuestra mente pero que revelan una manera muy humana de comprender la acción de Dios. En realidad, la única pregunta que debemos hacernos es la que Jesús le hizo a Marta: «¿Yo creo que Cristo es la Resurrección y la Vida?, ¿Creo que si tengo fe en el Él, aunque muera, viviré?». Hay que responderse sinceramente esta pregunta.

Los esfuerzos personales por evitar la muerte de Lázaro son fundamentales; los pedidos de auxilio a Jesús son más importantes aún; el dolor por su muerte; los reproches al Señor; e incluso, como María, una tímida dificultad para salir al encuentro de Jesús, son cosas comprensibles y hay que vivirlas con naturalidad, Jesús mismo se conmueve ante nuestra situación y nos consuela… pero lo importante sigue siendo la pregunta que el Señor nos dirige: «¿Crees que mi amor por ti es más grande que tu pecado?». La respuesta afirmativa a esta pregunta es, en mi opinión, el corazón del combate espiritual, el surco que canaliza los esfuerzos personales y la luz que nos ayuda a no perder la esperanza ante nuestras reincidencias. El amor del Señor es más grande que nuestro pecado y la gracia de Dios, aunque no siempre entendamos cómo actúa, nunca nos dejará morir aunque «muramos».

Esta certeza genera en el pecador una experiencia espiritual llena de paz, serenidad y esperanza, que es, en mi opinión, la mejor manera de cooperar con la acción reconciliadora de Cristo. Si esto está claro, las promesas de cambio y los esfuerzos personales son positivos y no corren el peligro de conducir a la persona a una lucha auto-referencial y voluntarista contra el pecado.

Ojalá este texto los haya ayudado, me encantaría recibir sus comentarios para saber qué piensan. Para terminar solo quiero conectar este artículo con otro dos que escribí hace algunos meses (muchos) y que creo que pueden ayudar mucho a comprender la santidad en relación a la fragilidad humana. Uno se llama «5 santos que sacaría del cielo si fuera Dios» y el otro es 11 consejos para recuperar la paz espiritual después de haber pecado. Por otro lado, en este texto he citado dos libros, les dejo los nombres y los enlaces por si quieren conocerlos: el primero es «A merced de su gracia» de Andre Louf, y el otro es «El discernimiento» de Marko I. Rupnik. Eso es todo, Dios los bendiga. Un abrazo.