Mario Benedetti fue un escritor uruguayo. Decía que su religión era su conciencia y que la única prueba fiable de la existencia de Dios era la ayuda que le dio a Maradona para meter un gol con la mano contra los ingleses en México 86′.

O sea, resumiendo, un tipo divertido, gran escritor, y no muy creyente. Sin embargo, en su novela más famosa, «La Tregua», el personaje principal, Martín Santomé, un tipo con dudas de fe (como Benedetti), hace una reflexión sobre la naturaleza de Dios que me ha gustado mucho y me ha parecido muy oportuna para compartirla esta Navidad. Aquí va:

«Son raras las veces que pienso en Dios. Sin embargo, tengo un fondo religioso, un ansia de religión. Quisiera convencerme de que efectivamente poseo una definición de Dios, un concepto de Dios. Pero no poseo nada semejante. Son raras las veces en que pienso en Dios, sencillamente porque el problema me excede tan sobrada y soberanamente, que llega a provocarme una especie de pánico, una desbandada general de mi lucidez y de mis razones.

«Dios es la Totalidad», dice a menudo Avellaneda. «Dios es la Esencia de todo», dice Aníbal, «lo que mantiene todo en equilibrio, en armonía, Dios es la Gran Coherencia». Soy capaz de entender una y otra definición, pero ni una ni otra son mi definición. Es probable que ellos estén en lo cierto, pero no es ése el Dios que yo necesito. Yo necesito un Dios con quien dialogar, un Dios en quien pueda buscar amparo, un Dios que me responda cuando lo interrogo, cuando lo ametrallo con mis dudas.

Si Dios es la Totalidad, la Gran Coherencia, si Dios es solo la energía que mantiene vivo el Universo, si es algo tan inconmensurablemente infinito, ¿qué puede importarle de mí, un átomo malamente encaramado a un insignificante piojo de su Reino? No me importa ser un átomo del último piojo de su Reino, pero me importa que Dios esté a mi alcance, me importa asirlo, no con mis manos, claro, ni siquiera con mi razonamiento. Me importa asirlo con mi corazón».

No hay mucho que explicar. Tal vez lo más lindo de todo es que este texto haya salido de la pluma de un escritor ateo; de alguien que, sin creer, percibe la nostalgia de abrazar, tocar, sentir a Dios con el corazón, de involucrarlo en la propia vida, contarle las cosas cotidianas, pelearse con Él, amarlo en concreto; es decir, es nostalgia de que Dios exista no como inalcanzable perfección sino como «besable» fragilidad (¿acaso un niño?); en otras palabras, si me lo permiten, es ansia de que Dios se haga Navidad.

¿Es verdad o es mentira que Dios se hizo hombre? Ahora no toca discutirlo; simplemente, lo lindo, lo que conmueve, es que probablemente no haya corazón que, siendo sincero consigo mismo, no anhele el misterio de la Navidad. ¡Feliz Navidad a todos mis amigos no creyentes!