

Aunque la pandemia del coronavirus esté haciendo que vivamos una situación sin precedentes. Ha mostrado la vulnerabilidad de nuestra sociedad, pero también, como siempre, su lado más comprometido, solidario y responsable.
El mundo se ha detenido. Las actividades, la economía, la vida política, los viajes, el entretenimiento, el deporte. Como si estuviéramos viviendo una Cuaresma universal. Pero no solo eso, la vida religiosa pública también se ha detenido.
La celebración con fieles de la Eucaristía, todas las reuniones y encuentros eclesiales, al menos aquellos que implican juntarse físicamente. Es como un gran ayuno, como una gran abstinencia universal.
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Una pausa que nos obliga a ver todo diferente
Las autoridades hablan que ha sido una parada impuesta por el contagio y la presentan como un mal necesario. De hecho, el hombre contemporáneo ya no sabe cómo detenerse: solo se detiene si es detenido.
Seamos claros, detenerse libremente se ha convertido en algo casi imposible en la cultura occidental globalizada. Ni siquiera para las vacaciones se detiene uno realmente. Solo los reveses desagradables son capaces de detenernos en nuestra prisa por aprovechar cada vez más la vida, el tiempo.
Hay algunos que son más tajantes y hacen una lectura más radical. Por ejemplo D’Avenia afirma: «No regresaremos más a la normalidad, porque la normalidad era el problema».
Si tienes limones, aprende a hacer limonada
Estos reveses nos hacen reflexionar a todos. Como sacerdote estos días han sido distintos. Como la mayoría, he pasado de una actividad incesante: de celebrar sacramentos, en especial confesiones y mucho acompañamiento espiritual, a estar encerrado, lejos de esas personas que ayudaba.
Son numerosos los que me han escrito añorando la confesión. En este sentido, han sido confortantes las palabras del papa sobre la contrición perfecta:
«¿Cómo puedo hacer si no encuentro sacerdotes? Haz lo que dice el Catecismo. Es muy claro: si no encuentras un sacerdote para confesarte, habla con Dios, que es tu Padre, y dile la verdad: Señor, he hecho esto, esto, esto… Perdóname. Y pídele perdón con todo tu corazón, con el Acto de Dolor, y prométele: Me confesaré más tarde, pero perdóname ahora».
No es solo lo externo lo que ha cambiado
Este detenerse, este aislamiento ha hecho que vea con más profundidad las cosas. Estos días al celebrar mi misa privada, he tenido más conciencia de que en estos tiempos de cuarentena, para los cristianos, nuestra tarea prioritaria es la oración (te recomiendo el curso online «Crecer en la vida de oración»). Y para los sacerdotes la oración litúrgica que la Iglesia nos confía.
La misa sin gente
Cuando siguiendo las rúbricas al terminar mi misa privada doy la bendición final a las bancas vacías, se me encoge el corazón pensando en la cantidad de personas que les hubiera gustado participar. De todos los que han vivido intensamente los sacramentos y ahora no pueden acercarse.
Ahora en que la mayoría de los fieles se ven obligados a renunciar a la Eucaristía comunitaria que los reúne en las iglesias, ¡Cuánta responsabilidad debemos sentir por las misas que podemos seguir celebrando! Una misa tiene por sí misma un valor tan grande que no hay nada en la creación que valga tanto.
Una sola gota de la preciosa sangre contenida en el cáliz podría bastar para salvar millones de mundos más culpables que el nuestro. Esto es así porque siendo la misa sustancialmente el mismo sacrificio de la cruz, aunque incruento, es el mismo Jesucristo.
Hijo de Dios, el que como sacerdote eterno se inmola a sí mismo como víctima inmaculada y santa a su Padre por la redención del mundo. Por lo tanto, el sacrificio del Calvario tiene un valor infinito en razón de la infinita dignidad de Jesucristo.
Oferta de oración
El papa Pablo VI en su Encíclica «Mysterium fidei» (3.9.1965), nos dejó claro:
«Toda misa, aunque sea celebrada privadamente por un sacerdote, no es acción privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en el sacrificio que ofrece, aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del sacrificio de la Cruz».
Ni todas las obras buenas juntas pueden compararse con el sacrificio de la misa, pues son obras de hombres, mientras que la misa es obra de Dios.
Por eso, si quieres que encomiende especialmente a una persona o tienes una intención por la que rezar, escríbela en los comentarios o envíamelas a mi cuenta de Instagram y prometo que la pondré en la patena cuando celebre la santa misa.
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