Si duda, incluso para que los que no son fervientes amantes del fútbol (como yo), estos días han sido de gran revuelo por el asunto de las clasificatorias. Muchos países se están “jugando la vida” dejando todo en la cancha para poder ir al próximo mundial de fútbol en Rusia y aquellos que no pisamos el campo de juego, también estamos dándolo todo, alentando a nuestras selecciones, alegrándonos como si se tratara del mayor de los premios si es que ganamos o quejándonos y entristeciendonos como si estuviéramos hablando de la más grande tragedia griega si es que llegamos a perder y quedar fuera de la próxima cita mundialera

El deporte, algo tan bueno, sano, educativo y lleno de valores por definición (se los digo como profesor de educación física que es mi profesión) pero pareciera ser que esto se diluye en estas instancias tan competitivas, se nos olvida todo lo que compartimos en nuestras comunidades y embriagados de pasión futbolera, lanzamos todo tipo comentarios odiosos, malos deseos, especulaciones de conspiración, un poquito de envidia, mucho de nacionalismo sazonado con una pizca de “xenofobia” (rechazo extremo a los extranjeros) y mucho de fe. Le atribuimos a un marcador la responsabilidad de alegrarnos y echarnos a perder el ánimo, la semana, la capacidad productiva… incluso  hasta osan de involucrar su fe en el asunto, invitando a la cancha a los santos de cada país y hasta el pobre Papa Francisco lo visten de “cortos” para hacerlo jugar por su país de origen.

Siendo así el asunto, es buena idea que, antes de que se juegue la última fecha de estas eliminatorias, nos hidratemos con un refrescante trago de cordura y que estos últimos minutos de competencia los vivamos de la mano de todo aquello que es parte de nuestra vida cristiana y que veces olvidamos, como la sana competencia, el amor al prójimo, el buscar el bien de los demás y el darse desinteresadamente por el otro.