ejercicios espirituales

¿También te ha sido difícil sentirte «conectado» con Dios después de la pandemia? Muchos vivimos lejos de esos grupos o rituales que nos ayudaban a orar, a entendernos con Dios y darle sentido a nuestra vida.

Nos frustraba estar un poco «desenfocados» de la vida espiritual y comunitaria que tan bien nos hacía… y ahora que podemos retomarla, sentimos que hemos perdido «la práctica», no logramos entender cómo volver a esa relación que teníamos con Dios.

Hace un mes decidí tomar unos Ejercicios Espirituales de la Vida Ordinaria a distancia y me sorprendí de algo que me dijo mi acompañante espiritual: «Las veces que has sentido más desolaciones (bajones espirituales o emocionales) ¿quién ha sido el centro de tus pensamientos?»

Mi respuesta fue: «¡Yo!» Yo era el centro

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Los momentos que he sentido lo que San Ignacio llama «consolación» ni siquiera los he tenido que pensar mucho, simplemente han sido momentos de que Él me habla a su modo, en silencio, en paz. Sin yo tener que lograr nada ni probar nada.

Uno de esos momentos estaba yo en una capilla vacía, con mi cuaderno y mis apuntes en el celular para ir leyendo. Pero no lograba sentir que Dios me hablaba, y la desolación -esa voz del mal espíritu- me decía: «¿Ya ves? Dios y tú no se entienden».

Identifiqué esta voz que no venía de Dios (como ayudan a discernir los Ejercicios Espirituales) y quise tranquilizarme o buscar «consolación» con otro pensamiento, pero nada me venía a la mente. Decidí entonces quedarme sin pensar nada, pidiéndole a Dios que hiciera algún gesto para mí.

De pronto, vi a Él

De pronto no podía dejar de mirar a Jesús crucificado detrás del altar. No es algo que suelo hacer, normalmente cierro los ojos e intento repetir alguna oración, pero esta vez solo me sentía atraída a mirarlo sin más: sus heridas y su mirada.

Algo me conmovía demasiado y no sabía qué era… intenté no darle más vueltas para disfrutarlo. Recordé esta enseñanza de San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales:

«No el mucho saber satisface/harta el alma, sino el sentir y gustar de las cosas internamente» (Ejercicios Espirituales).

Después comenzó el momento de la consagración del pan y el vino. El padre decía que ser cristiano no era solo creer en Dios… sino que era creernos el amor de Dios y un amor personal. Yo no paraba de llorar. Sentía que al final todo lo que quería ganarme con oraciones me lo da Dios gratis: su amor «del que nadie puede escapar» (Romanos 8:35).

Momento de humildad

Unos días después el sacerdote en la misa hablaba de la humildad como base para cualquier relación. Yo pensaba en esa relación con Dios: ¿No fue ese momento de mirar a Jesús sin más un momento de humildad? Es decir, de dejarme seducir por su ternura, su autoridad, su grandeza, su pequeñez, su amor… en fin: su ser y ya.

No es que Dios necesite nuestras alabanzas. No es como un dios pagano que se alimenta el ego con las ofrendas, sino que él mismo se ofrenda para alimentarnos a nosotros. Pero nuestra parte consiste en esa humildad por parte nuestra. Tiene mucho que ver con reconocernos necesitados de ese alimento, de su amor, de Él. Y dejar un poco de mirar a otros lados, mirándonos en el fondo a nosotros mismos.

Es como la parábola de Jesús sobre el Hijo pródigo –y del hijo mayor– que aprenden que el Padre lo único que deseaba es que ellos se sintieran «como en casa». Ese amor que contiene y a la vez libera y que sabe a hogar: tanto el hijo que «pecaba» como el hijo «correcto» se estaban perdiendo de Él por falta de humildad, de sentirse más hijos y menos «contratados».

Un ejercicio final

Te invito a hacer ese ejercicio. Dejarte conmover por algo que te hable del amor personal, inexplicable, de Dios. No lo busques tú, deja «que te encuentre», y no intentes entenderlo. Simplemente, déjate conmover por ello como quien «degusta» algo que está comiendo, pues como decimos durante la Adoración Eucarística:

«He aquí el pan del Cielo, que contiene en sí todo deleite/ toda delicia».