

Afrontar la muerte nunca es fácil. Esta semana he tenido uno de los momentos más dolorosos en mi práctica de los cuidados paliativos. Ciertamente estos pocos años me han puesto ante muchos momentos de sufrimiento. Sin embargo, he podido ver también que este dolor en algo se puede ayudar a menguar.
Lo que sucedió es haber tenido dos pacientes muy jóvenes, uno de 20 años y otra de 30 en la etapa final de sus vidas y que fallecieron esta semana. Aunque ya sabía que pronto morirían por lo avanzadas de sus enfermedades sin cura, su muerte se dio de manera muy rápida y generando mucho dolor para ellos y sus familias. No se sentían preparados para que les llegara este momento (aunque creo que nadie lo está).
De manera especial me marcó el muchacho de 20 años. Al llegar a visitarlo una mañana estaba en una crisis de pánico y con dificultad me logró decir que «sentía que se estaba yendo», y que tenía mucho miedo. Estuve ahí para intentar tranquilizarlo, para darle compañía a él y a su familia. Con ayuda de un poco de sedante pudo estar dormido y poco después falleció.
La cercanía con la muerte
Sus palabras me tocaron profundamente y me han cuestionado. Días atrás lo veía con ilusión de mejorarse, sin aceptar que no hubiera un tratamiento para él. Se sentía aún con muchas ganas de alcanzar sus proyectos y no se quería ver derrotado.
En varias ocasiones intenté conversar acerca de su realidad de enfermedad y la importancia de prepararse para lo que pudiera llegar. Me escuchaba, más no era muy abierto. Se le veía triste y decaído, resignado. Fueron pocos días con él, pero creo que le di lo mejor que pude.
Era difícil tener un joven ante mí en esas condiciones, estoy acostumbrado a estar con jóvenes enérgicos, apasionados, con mucha fuerza. Fue triste ver cómo muchas de sus ilusiones y esperanzas se iban apagando poco a poco.
Pensaba además en todos los jóvenes que acompaño día a día en mi apostolado, que viven con estas mismas esperanzas, estas expectativas. Teniendo muchas oportunidades aún, con salud y con fuerzas, pero a veces no aprovechando esa vida.
Es la paradoja, por un lado aquel que tiene pocos días de vida desea vivir con mayor ilusión. Y aquellos que tienen toda una vida por delante, la desaprovechan o no la viven auténticamente.
Así se valió Dios de esta experiencia dolorosa para enseñarme algo
Me he cuestionado mucho estos días sobre lo que estas muertes de estos jóvenes me enseñan y de cómo Dios se valió de esto para educarme y alentarme en mi vocación y apostolado.
Me pregunto especialmente por la relación que tiene por un lado el sentirme llamado tan intensamente a atender a personas en sus últimos momentos de vida y aliviar su sufrimiento. Y por otro lado la inquietud de acompañar a tantos jóvenes para que puedan encontrarse con el Señor y encontrar con Él respuestas para su vida.
Me pregunto ¿qué relación tienen estos dos apostolados que a veces parecieran tan distintos? Hablando con un compañero, me dijo algo que me conmovió mucho y ante lo cual estoy reflexionando: «Bienaventurada tu alma, que puede ver lo que la muerte tiene para decirle a la vida, la vida de unos jóvenes que sin luz viven como muertos».
Y creo que tiene razón, las lecciones que voy aprendiendo en el momento de la muerte son luces para la vida, para la mía y para la de otros. Es lo que tantas veces menciona la Sagrada Escritura, el ejercicio espiritual de reflexionar en la muerte para encontrar respuestas y luces para la propia existencia.
La esperanza de la vida eterna
El fruto que el Señor me regala de estos días de dolor es el deseo de seguir llevando esperanza. Aunque me quedó muy grabada con inmenso dolor, la imagen del rostro temeroso de mi paciente ante la inminencia de su muerte, ha movido en mí el deseo ardiente de seguir promoviendo la luz y la paz que solo Jesús puede ofrecer.
Mostrarle a los jóvenes que Jesús es aquel en quien obtienen todas las respuestas que sus corazones anhelan. Que Él es el amigo que no falla y que vale la pena entregarle la vida. Solo en Él hay vida en abundancia.
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