«Bueno es que algunas veces nos vengan cosas contrarias, porque muchas veces atraen al hombre al corazón, para que se conozca desterrado, y no ponga su esperanza en cosa del mundo. Bueno es que padezcamos a veces contradicciones, y que sientan de nosotros malamente, aunque hagamos buenas obras, y tengamos buena intención. Esto ayuda a la humildad, y nos defiende de la vanagloria. (…) Cuando el hombre bueno es atribulado o tentado, o afligido con malos pensamientos, entonces conoce tener de Dios mayor necesidad; pues ve claramente que al fin no puede nada bueno». — La imitación de Cristo. Pag, 22

Al leer este pequeño fragmento de Tomás de Kempis, recordé que hace unos quince o dieciséis años, cuando recién había tenido mis primeras experiencias en misiones, me sentía en gracia. Tenía mucha paz en mi corazón y puedo decir que hasta cierta inocencia en muchos temas de la vida. Me recuerdo a mi misma completamente feliz, con todas las preocupaciones de una adolescente.

En ese contexto tenía un pensamiento recurrente: ¿qué pecados podría tener yo? Excepto las inquietudes de la edad, creía soberbiamente que todo lo que yo conocía en mi vida seguiría así. No imaginaba de ninguna manera qué hechos podían ocurrirme. A mí, que ingenuamente creí estar libre de maldad.

Ahora, que han pasado unos diez años aproximadamente puedo recordar esos momentos y entender la abismal diferencia entre esa y la época que estoy viviendo. Incluso, puedo entender con mucha misericordia por qué pensaba lo que pensaba y cómo, luego de una serie de decisiones que desencadenó mi lucha desde hace años, comprendí que los problemas y el dolor eran un regalo del cielo necesario para transformar mi vida.

1. Dios nunca me abandonó

Y es que, ahora me puedo dar cuenta que Dios siempre permaneció, aunque yo sintiera lo contrario. Dejó que tomara cada decisión equivocada para regalarme unos frutos maravillosos que ahora puedo compartir.

Él no es el culpable de nada de lo que mal decidí. Todo lo contrario, en nuestro estado de hombre pecador, redimido por Jesús, tenemos la completa y total libertad para actuar de la forma en que queramos. Sea para bien o para mal, cada uno de nosotros tiene todas las posibilidades de ser y actuar.

En ese sentido, yo fui tomando decisiones que sin darme cuenta me alejaban de la amistad con Dios, decisiones limitadas, que me exponían, que me dejaron vulnerable y que lastimaron cada parte de mi frágil cuerpo hasta dejarlo vacío.

2. Yo lo decidí y no me di cuenta

Con el pasar del tiempo, sin quitarme de forma mágica los problemas, los dolores, el llanto, y en general el sufrimiento en el que estaba inmersa, Dios poco a poco fue acercándome a situaciones clave que me ayudarían — si yo quería claro está — a salir de esa situación.

Es decir, enderezaría el camino luego de haberme desviado. Pero no iba a quitar nada de ese camino andado, no, ese camino ahí esta y sigue estando, es más, hoy en día lo tengo y siempre lo tendré porque es parte de mi vida, lo único que cambió es que dejé (sin ser plenamente consciente de ello) que Él entrara nuevamente a mi vida.

Y como digo, lo dejé sin saberlo, pero deseándolo profundamente. Ese deseo que emanaba desde lo profundo de mí ser era su Espíritu, ese Espíritu que sabe lo que nos conviene, aunque nosotros no. En ese deseo, y con la suave guía de Dios poco a poco fui enderezando ese camino.

Primero con personas, con terapia, con amigos, con el poyo de mi familia, con la lectura, los sacramentos y en general, con el deseo de «hacer las cosas bien», luego de haberla regado tanto y por tanto tiempo. Sí, hablamos de años. Años enteros de duda, de lucha, de soledad, de vacío por una serie de decisiones mal tomadas que rompieron el camino «en gracia» que creía tener.

3. Perfección y humildad

Por eso cuando leí ese breve párrafo del principio, lo entendí desde ahí, podríamos decir desde la necesidad de crecer espiritualmente, porque sin todas esas experiencias, muy probablemente seguiría creyendo: ¿qué pecados puedo tener yo? Sin permitir posiblemente que Dios entrara en mi vida y seguramente con muchos otros dolores a causa del pecado de la soberbia enmascarada de «perfección y humildad».

Me doy cuenta cuán necesitada estoy de Él, de su perdón y de su amor en mi vida. Soy un poco más consciente de la fragilidad que tiene mi espíritu y lo limitada que estoy en este paso tan corto de vida.

Ahora, intento recordar cada día dichos acontecimientos, no para flagelarme, sino para recordar lo más amorosamente que puedo cómo Dios me perdonó todas las veces que se lo pedí luego de haberme sentido desterrada. Y finalmente, para preguntarme todas las veces que haga falta quién soy yo para juzgar al otro aunque sean muy «evidentes» sus faltas.
Porque las mías seguramente fueron mucho más grandes que aquel a quien osadamente estoy intentando juzgar.

Artículo elaborado por Ivette Pérez.