desanimo espiritual

En general (y más aún en lo espiritual) ¡qué difícil es hablar sobre el desánimo! Luego de ver el video que te comparto – «¡Esto es imposible!», de Catholic Stuff -, en varias ocasiones me senté a escribir al respecto con la actitud de quien le pone un check a una lista de cosas por hacer. Pero así como comenzaba a hacerlo me sentía inconforme.

Más de una vez arranqué este artículo, y más de una vez lo volví a dejar en blanco. Pero, ¿qué me estaba pasando? Después de varios intentos pude darme cuenta de lo que ocurría: me acercaba al tema con el chip del mundo puesto: deseo de lo inmediato, ansiedad, baja tolerancia a la frustración, entre otras.

Corazón al desnudo

Lo primero que descubrí entonces es que, si es tratado con honestidad, el tema del desánimo nos deja al desnudo. Y el mundo no admite ni honestidad ni desnudez de corazón. Es por eso que estaba atascada.

Y ¿por qué creo que hablar del desánimo es despojar el corazón? Porque tengo la certeza de que hoy mismo Dios me está dando todo para que viva según su voluntad y sea plenamente feliz. ¡Y lo mismo está haciendo contigo!

Bien, ¿y eso que tiene que ver con quedar al desnudo? Significa que si Él te lo está dando todo, e igual te sientes desanimado – como creo que nos ha pasado a todos alguna vez -, hay áreas de tu vida que deberías volver a mirar para ver qué tal andan.

¡Y eso nos deja superexpuestos! Pero, si es para bien, ¡bienvenido sea! ¿No?

¿Qué es el desánimo?

El desánimo es ese desaliento, esa «falta (des) de ánimo», ese sentimiento de que nuestras fuerzas desfallecen. El viejo y conocido «¡No puedo más!».

En nuestra vida cotidiana experimentamos el desánimo en muchas oportunidades: cuando enfrentamos circunstancias difíciles, cuando la rutina se nos hace muy pesada, cuando perdemos el contacto con las cosas importantes de la vida, cuando nos sentimos solos.

A veces incluso en las relaciones interpersonales podemos experimentarlo: por falta de comunicación, por individualismo, por presión social, etc. La vida espiritual, nuestra fe, es una relación con la persona divina: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y como tal puede ser alcanzada también por el desánimo.

El desánimo espiritual no es sinónimo de dejar la vida cristiana y volver a la vida antigua, a una vida de pecado. Puedes estar viviendo una vida piadosa, pero experimentar una gran dificultad para emprender el seguimiento de Cristo y el sentimiento de que todo se hace cuesta arriba.

Como sabes, los sentimientos no tienen moralidad. No es pecado sentirse desanimado, el verdadero problema radica en reconocer que estamos en esa crisis y no hacer nada para superarlo.

Algunos síntomas claros que te permitirán reconocer si estás atravesando una etapa de desánimo pueden ser:

Cansancio: fuerte agotamiento mental y espiritual. Tienes la sensación de que todo requiere un esfuerzo sobrehumano.

Pérdida de rumbo: te dejas llevar por la rutina, accedes a lo que el mundo te ofrece, malgastas tu tiempo. Caes rápidamente en esa tentación que siempre te acecha.

Pensamientos negativos: dejas de encontrarle sentido a la fe; te replanteas certezas que Dios te había mostrado con claridad; te consideras el peor de los pecadores y que ni Dios puede salvarte. Puedes llegar a decir «¡esto es imposible!», convirtiéndote en una persona amarga. Con ese derrotismo lo único que consigues es desanimarte más y más, contagiando al resto.

«Porque este precepto que yo te mando hoy no excede tus fuerzas, ni es inalcanzable. No está en el cielo, para poder decir: “¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?”. Ni está más allá del mar, para poder decir: “¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?”. El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas» (Deuteronomio 30, 11-14)

¿En qué Dios crees?

En el video de arriba, el Hermano Pablo nos habla con respecto a la fe. Nos hace preguntarnos «¿Dios puede mentir?». La respuesta a este interrogante te va a iluminar con respecto a en qué Dios crees.

Desde ya, que en un solo Dios. Aquel que caminó junto al pueblo de Israel y que se reveló en toda su plenitud en la persona de Cristo. Pero aunque sepas eso, hay veces que la imagen de Dios se distorsiona y esto afecta directamente nuestra relación con Él y, por lo tanto, nuestra salud espiritual.

¿Crees que Dios te puede mentir? ¿Que es uno más de nosotros, débil, tramposo, bromista? ¿Que es un Señor en la cima de su monte sagrado que lo único que hace es enviar rayos para castigar a los pecadores? ¿Realmente crees que Dios es alguien en quien puedes confiar? ¿Depositas tu confianza en Él?

Parecieran preguntas simples, pero muchas veces en nuestros pensamientos nos encontramos con imágenes falsas que nada tienen que ver con el Dios misericordioso que nos reveló el mismo Jesús.

Volver a Galilea

Entonces, primer paso: si te sientes desanimado, pregúntate «¿cómo está mi relación con Dios?», «¿Me es alguien familiar o se volvió un desconocido para mí?».

Ojo que muchas veces, aun en medio de la actividad pastoral y cumpliendo con todos los preceptos de la Iglesia, puedes tener este sentimiento de un Dios que te es ajeno. La invitación es a reencontrarte con Él.

Algo que siempre es fructífero es el ejercicio de «volver a tu Galilea». Volver a ese primer encuentro con Él, recordando su paso por tu vida, redescubriendo eso de Él que te enamoró. El Papa Francisco lo expresa hermosamente:

«No se trata de volver atrás, no es una nostalgia, sino volver al primer amor para recibir el fuego que Jesús ha encendido en el mundo, y llevarlo a todos, a todos los extremos de la Tierra» (Basílica Vaticana, Sábado Santo, 19 de abril de 2014).

Luego de este reencuentro amoroso con el Señor, te invito a renovar tus votos de confianza en Él. Como dos viejos amigos que se reencuentran y se ponen al día, como dos enamorados que se cortejan hasta llegar a una profunda intimidad. ¡No tengas miedo de contarle todo! Él te recibe tal como estás.

El Hermano Pablo lo dice claramente, Él puede cambiarlo todo, pero debes entregarle el 100% de ti.

Pero ¡cómo nos gusta manejar el control de nuestra vida! Como en los videojuegos, comienzas de a poco, y luego de unos minutos ya tienes demasiada confianza en ti mismo, creyendo que ganarás la partida, y ¡que nadie te pida el control! Sigues «perdiendo vida(s)» y de todas formas quieres seguir intentándolo a tu modo.

La invitación del Hermano Pablo es abandonar el 100% de lo que somos en manos de Dios, sin reservas.

¡Ocúpate de todo!

Nos hacemos creer a nosotros mismos que ya lo hemos dado todo, que ya no tenemos nada más que entregarle al Señor. ¡Ojo! Junto con el desánimo, esta es una de las grandes tentaciones del católico. Pero, cualquiera que se pone a pensar unos minutos se da cuenta de la inconsistencia de esta tentación.

¿Le entregaste a Dios tu relación contigo mismo?, ¿tu autoestima, tus alegrías y tristezas, tu fragilidad, tus amistades, tu familia, tu estudio, tu trabajo, tu sexualidad?, ¿tu tiempo, tu diversión, tus éxitos y tus fracasos?, ¿tus proyectos, tus heridas y tus miedos?

Si bien nuestra voluntad suma en la realización del proyecto de Dios en nuestras vidas, ¿qué mejor que entregarle el volante de nuestra vida al Señor? Nosotros podemos fallar ¡Pero Él no!

Hay una oración de un gran sacerdote napolitano que me ayuda a dejar todo en manos de Dios y dice así: «¡Oh Jesús! Yo me rindo a Ti, me abandono en Ti, ¡Ocúpate de todo!» (Beato Dolindo Ruotolo)

Si dejas todo en manos de Dios, ¡Él obrará maravillas en tu vida y te dará las gracias que tú corazón necesita! Incluso podrá sacarte del pozo del desánimo espiritual.

No puedo… ¿O no quiero?

Cuenta San Agustín que sufría una fuerte tentación contra la pureza, y en su juventud oraba al Señor: «Dame castidad y continencia, pero no ahora».

Este es un ejemplo claro de alguien aferrado a un amor desordenado. San Agustín tenía el deseo de entregarse por completo a Dios, pero no quería hacerlo ahora. Estaba demasiado aferrado a lo sensual como para aceptar que Dios le quite todo eso de sopetón.

¡Cuántas veces nos pasa eso! Queremos la parte linda del seguimiento de Cristo, pero nos cuesta aceptar las renuncias que Él nos pide, aun pudiendo ver con nuestra inteligencia que es en pos de un bien mayor.

¿Realmente quieres salir del desánimo espiritual? ¿O le has encontrado el gusto a tu zona de confort? ¿Estás dispuesto a salir de lo conocido e ir detrás de algo desconocido pero infinitamente más fértil y lleno de vida en manos de tu Padre? ¿Cuánto de este desánimo en el fondo no es provocado y buscado por ti mismo?

Corazón agradecido

Mi secreto para no caer en el derrotismo y de a poco poder salir del desánimo espiritual es la oración de gratitud. Poder reconocer la obra de Dios en mi vida, todo lo que me da, los mimos que tiene hacia mí y los que amo, poder experimentar el amor de mi familia y amigos; lo detallista que es, incluso en las más pequeñas cosas. Desde sostenerme en la existencia, hasta mantener vivas mis plantas, la naturaleza, mis mascotas…

La gratitud es el secreto para un corazón rebosante de esperanza. Aun cuando el sentimiento de la cercanía de Dios se vaya y la fe flaquee, la experiencia del amor de Dios y la gratitud conservarán siempre la frescura de la esperanza.

Te dejo a continuación un fragmento del Salmo 137 que me ayuda a tener un corazón agradecido, y te invito a que, aun en medio del desánimo espiritual, adquieras esta práctica de agradecer a Dios por lo menos una cosa al día. Estoy segura de que se te ocurrirá mucho para decirle, ¿te animas?

«Te doy gracias, Señor, de todo corazón,
por haber escuchado las palabras de mi boca.
En presencia de los ángeles tañeré en tu honor,
me postraré en dirección a tu santo Templo.
Te doy gracias por tu amor y tu verdad,
pues tu promesa supera a tu renombre.
Cuando te invoqué, me escuchaste,
y fortaleciste mi ánimo.
Te dan gracias, Señor, los reyes de la tierra,
cuando escuchan las palabras de tu boca;
y celebran las acciones del Señor:
¡Qué grande es la gloria del Señor!
¡El Señor completará lo que hace por mí!
¡Tu amor es eterno, Señor,
no abandones la obra de tus manos!»
(Salmo 137)