La cuarentena nos ha dado demasiadas lecciones. Con gran nostalgia nos quejábamos —en la época pre-pandemia— de cómo nuestras diversas ocupaciones y actividades nos impedían dedicarle más tiempo a cosas que nos parecían importantes, y que de alguna u otra manera nuestro corazón nos reclamaba.

Cuántas veces no nos lamentábamos por «no tener tiempo» para llamar a algún familiar o amigo del cual nos habíamos distanciado. O «no tener tiempo» para leer libros que llevábamos años queriendo leer, o para reconciliarnos con alguien a quien habíamos herido o que nos había lastimado.

Como frase de consolación, solíamos decirnos a nosotros mismos: «cuando tenga tiempo lo haré», con el verbo siempre conjugado en futuro.

En nuestra vida espiritual nos pasaba muchas veces lo mismo

¿Cuántas veces —en medio de nuestras largas jornadas y rutinas— no se lamentaba nuestro corazón por no encontrar espacios de silencio y recogimiento en dónde pudiera encontrar el rostro bondadoso del Señor?, ¿cuántas veces no descubríamos en nuestro corazón ese deseo profundo de buscar a Dios pero respondíamos: «No tengo tiempo, quizás más tarde, o mañana»?

Que desconcertante ha sido darnos cuenta durante esta larga cuarentena  —en donde hemos tenido más tiempo libre que el usual— que los impedimentos para hacer las cosas postergadas no han desaparecido y seguimos sin hacerlas.

Podríamos llamar a esa persona de quien nos alejamos, pero nuevamente lo postergamos, no lo hacemos. Podríamos dedicar largas horas a leer todos los libros que hemos comprado y reservado para cuando tuviéramos tiempo libre, pero parece siempre más atractivo lanzarse hacia actividades que nos aturdan de ruido y mantienen nuestra cabeza y nuestros sentidos siempre ocupados y distraídos, aún estando en cuarentena.

También, podríamos aprovechar esos momentos privilegiados de silencio y soledad para encontrarnos con Dios y abandonarnos en su amor, pero nuevamente, lo postergamos. Quizás más tarde o mañana.

¿Por qué queremos dejar siempre todo para otro día?

Reflexionando sobre esta aparente contradicción durante la cuarentena, me encontré con las siguientes palabras de Jesús, en donde responde a un reproche de los fariseos a raíz de que sus discípulos no se purificaban las manos antes de comer. Jesús les respondió: «No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca» (Mt 15, 11).

Luego dice a sus discípulos: «¿No comprendéis que todo lo que entra en la boca pasa al vientre y luego al excusado? En cambio, lo que sale de la boca viene de dentro del corazón, y eso es lo que contamina al hombre. Porque del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias» (Mt. 15, 11-19).

Estas palabras de Jesús me hicieron pensar que los verdaderos impedimentos en la vida —y particularmente en la vida cristiana— no se encuentran tanto en las cosas exteriores: mi falta de tiempo o mis circunstancias, sino en lo profundo del corazón.

Es en el interior del corazón en donde se libran las verdaderas batallas, y quizás no se veía tan claro cuando la vida era normal, y estábamos atafagados por una sobredosis de actividad y ruido.

Es en lo escondido de nuestro corazón en donde tomamos las decisiones

Las verdaderamente importantes, en particular, es donde decidimos si abrirnos al amor de Dios o por el contrario, endurecernos y pretender vivir sin Él. Buscar respuestas en el plano exterior es en cierta medida ir detrás de una sombra, porque todo externo es reflejo de lo que hay en nuestro corazón.

Por eso, el Señor no ve tanto lo externo de nuestras vidas: nuestras acciones, logros o pecados, sino que «mira el corazón» (Sam 16, 6) y «sondea nuestro interior» (Prov. 21, 2). Él sabe que lo verdaderamente auténtico de nuestro corazón es la bondad y el amor, huellas que Él mismo plasmó ahí desde el comienzo, y que son imagen de su identidad divina.

Él quiere que «volvamos a Él de todo corazón» (Joel 2, 12). Más allá de nuestras fragilidades y limitaciones, de nuestras caídas o tribulaciones. Él nos busca, y quiere que abramos sinceramente nuestro corazón a su misericordia y su bondad.

Una vez es silenciada la vida exterior —como por ejemplo en este tiempo a causa de la cuarentena — se hacen mucho más visibles y palpables nuestras carencias interiores. Bien lo decía el papa Francisco en la bendición «Urbi et Orbi» del pasado 27 de marzo:

«La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra como habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a
nuestra vida».

Nada nos impide vivir unidos a Dios

Nada de lo externo —ni siquiera una pandemia, una guerra o cualquier calamidad que nos imaginemos— puede realmente «herirnos de muerte» en un sentido profundo, puesto que nada de ello nos impide vivir unidos a Dios.

En cambio, aquello que brota de nuestro corazón —nuestra dureza, vanidad, desconfianza, egoísmo o nuestras «falsas seguridades con las que habíamos construido nuestra vida»— eso sí nos esclaviza, y nos va sumiendo poco a poco en un espiral de desesperación y soledad hasta un punto que parecemos estar muertos en vida: «(tenemos) nombre de vivos pero (estamos) muertos» (Ap. 1, 2).

Ciertamente, muchas circunstancias externas favorecen o dificultan nuestra opción de vivir el amor, pero siempre somos libres de aceptar las circunstancias externas con esperanza y volcar nuestro corazón hacia el Señor.

¿Cómo transformar entonces nuestro interior?

¿Cómo luchar para que nuestro corazón se incliné cada vez más hacia el amor Dios? Particularmente, yo encontré muchas luces en un fragmento del Salmo 50, donde David exclama la siguiente súplica, en medio de su tristeza por haber traicionado a Dios: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva mi interior con Espíritu firme; no me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu».

El Señor es el único que puede transformar nuestro corazón. Digámosle también nosotros al Señor: «Señor, me he alejado de ti, y mi corazón se ve constantemente herido por la vanidad, el egoísmo y la falta de fe, pero me acerco a ti porque sé que tu amor sana verdaderamente las heridas que hay en mi corazón y renueva mis frágiles intentos de amar y seguirte».

Aprovechemos este tiempo de cuarentena y silencio para mirar nuestra vida interior. Preguntémonos: ¿Cómo está mi corazón? ¿Qué hay en él? Pero sobre todo, dejemos que en el silencio, la palabra de Cristo nos ilumine y nos renueve interiormente.

Dejemos que sea su misericordia la que sane nuestro corazón y lo libere de todos aquellos falsos apegos y seguridades. Para que seamos libres y podamos —como nos invitaba el papa Francisco en la homilía del domingo de ramos— «gastar nuestra vida por Dios y por los demás».

Artículo elaborado por Miguel Benítez Rueda.