

Hay algo de profundamente infeliz en los estándares de belleza de nuestra sociedad. Son algo así como un cuello de botella: en vez de rescatar la hermosura que existe en cada persona, valorando sus múltiples expresiones, se agotan en un solo modelo, en él descargan todas sus exigencias estéticas y a él exigen nuestra sumisión, pleitesía y obediencia.
La belleza se vuelve aburrida cuando se vuelve uniforme, se deforma, se falsea. He visto jóvenes lindas destruyendo su belleza tratando de adecuarse a una talla, una raza, unos colores y a un modo de comportarse totalmente ajeno a ellas. La belleza, repito, no puede ser un cuello de botella.
Permítanme ponerme un poco teológico para justificar mi última afirmación. La creación es hermosa porque Dios la crea, y Dios crea por amor porque Dios es amor. En el fondo, al origen de la belleza existe un acto profundo y sereno de amor divino. Este amor se derrama en la creación produciendo múltiples formas de belleza; y entre ellas, como sabemos, la más perfecta es el hombre, único ser amado por sí mismo y creado a imagen y semejanza de Dios. La belleza que posee el hombre, por lo tanto, es más honda que cualquier otro ser creado porque es una participación directa de la belleza infinita de Dios Uno y Trino. Esta belleza trinitaria, “que supera y comprende la unidad y la multiplicidad”, se expresa en cada hombre de una manera radicalmente diferente y única. Pongo un ejemplo que nos ayude a comprender las consecuencias de lo dicho hasta ahora: la belleza de un eclipse de luna es metafísicamente más igual a la belleza de una flor que la belleza física — ojo, ¡física! — de dos mujeres escogidas al azar. Es decir, desde un punto de vista cristiano la belleza no es jamás un cuello de botella uniformizante donde se puede — y muchos menos: se debe —colocar ni categorizar a las personas.
Cada uno de nosotros, seres humanos, poseemos una gran belleza. Y no solo una belleza interior o espiritual sino también física. El hecho de que la sociedad se haya vuelto incapaz de descubrirla es otro problema. Un problema que no debería hacer que miles de hombres y mujeres renuncien a considerar esa belleza en sí mismos o sientan la necesidad de ponerse en la cola de desdichados que a través de dietas y operaciones tratarán de pasar por el cuello de botella de una belleza falsa, tan moderna como aburrida, que no es otra cosa que una máquina deprimente de uniformización estética.
Es probable que el principito tenga razón, lo esencial es invisible a la vista. Pero con la belleza la frase debe cambiar, porque la belleza es visible; en todo caso es invisible a una mirada empañada o atontada por estándares estéticos fuertemente sexualizados. Renunciemos a esos estándares pero no a la belleza. De otro modo, la niña de este video se sentirá inadecuada en ese tutú, dejará de bailar, se soltará el cabello y empezará una rigurosa dieta pensando que no hay nada de hermoso en ella… ¡y eso no es verdad!
Creo que a veces toca, como parece hacer la niña, olvidarse un poco de la opinión del mundo y celebrar con alegría que nuestra belleza se funda en el amor maravilloso de Dios. Son nuestros ojos, nuestro color, nuestra raza y nuestros gestos divertidos los rasgos con los que Dios pensó desde toda la eternidad nuestra existencia. Renunciar a esa belleza por la opinión de unos cuantos ciegos y un par de tuertos, no vale y nunca valdrá la pena.
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