Desde ya hace un tiempo atrás vengo rezando el Ángelus día a día. Al principio tuve que ponerme una alarma porque mi mente es frágil y el medio día ocupado. Entre reuniones por zoom, la cocina y mis hijos correteando finalmente he podido conquistar esos dos minutos que a penas me toma.

Si nunca lo has rezado o no te sabes esta oración completa puedes encontrarla aquí. Con apenas dos minutos al día, mi vida se ha visto tocada. Les comparto estas reflexiones con el objetivo de que sean de ayuda en algún momento.

1. Hacer una pausa para saludar a mi madre con el Ángelus me devuelve la sonrisa

«El ángel del Señor anunció a María. Y ella concibió por obra y gracia del Espíritu Santo». El medio día es un momento de la jornada bastante complicado. Por lo menos en mi casa, hay mucho que hacer, en la cocina todo se mueve.

Al mismo tiempo hay que echar un ojo a los niños y sus lecciones. Y los días con más suerte (por ser un poco irónico) alguna reunión de trabajo resalta en el calendario. Pareciera que es imposible hacer una pausa.

Con el pasar de los días y la insistencia, me fui dando cuenta que a penas son dos minutos, un breve instante en el que tu vida para, elevas el corazón al cielo, y sin duda el cielo responde.

Recordar el saludo del ángel, además de llevarme indiscutiblemente a ponerme en presencia de María, me lleva también a un estado de saludo. De parar y decirle a la Virgen: «hola mamá».

Ese saludo me devuelve la sonrisa. Toda la locura del medio día, el cansancio e incluso el mal genio quedan olvidados por un momento (al menos). Me imagino que la Virgen me mira con alegría, así como cuando yo volteo a ver a mis hijos que entran corriendo y dicen un rápido: Hola mami, te quiero. Y con esa misma rapidez desaparecen. 

Pensar que le puedo estar ofreciendo ese poquito a la Virgen, me da ánimo para seguir con mis labores del día.

2. Rezar el Ángelus me permitió reconocer que toda mi labor es para el Señor

«He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí, según tu palabra». El cansancio, el caos, el no poder hacerlo todo, el mal genio, la falta de paciencia, todo junto… las ganas de rezar desaparecen. Haciendo un esfuerzo, pequeño, son dos minutos, aunque sea sin ganas.

Poco a poco esos dos minutos me han ido recordando el sentido de mi labor. Frente a ese cansancio, a esas ganas de a veces pegar un grito, repetir ese «he aquí la esclava del Señor», me brinda un poco de aceptación y calma.

A imagen de María, ese «hágase» me recuerda que no estoy sola. Que mis labores, todas insignificantes, pueden convertirse en una oración de amor. 

Es recordar el sentido de mi cansancio, de mi esfuerzo. Todo es una labor de amor, a mi familia, a mi trabajo, a mi comunidad, a Dios.

Y cuando los días son los de descanso o son días tranquilos, también «hágase, Señor». Hágase a ese poder disfrutar de sus dones, de la alegría de sentirme hija. Del techo, de la casa, del amor…

3. Si hemos sido tocados por Jesucristo, somos sus apóstoles

«Y el Verbo de Dios se hizo carne. Y habitó entre nosotros». El «sí» de María es tan grande, tan grande que permitió que el salvador llegara. A imagen de ella, recordar que yo también puedo decir sí y que ese sí puede ayudar a ese habitar del verbo entre nosotros es simplemente maravilloso.

¡Somos sus apóstoles, sus instrumentos! Él también espera por nuestro sí. Demos ese sí sin miedo y abrámosle las puertas a Jesús para que transforme nuestras vidas y nos utilice como instrumentos para hablarles a nuestros hijos, a nuestros compañeros de trabajo, a todos aquellos con los que nos cruzamos.

Debemos recordar que nuestra vida es testimonio, cuenta una historia y toca otras más. El Ángelus nos recuerda que hay una puerta que se abre a través de María. Ella es quien nos presenta a Jesús, es quien nos enseña a su hijo amado para que vayamos a hacer lo que Él nos pida.

¡El Ángelus son solo dos minutos, un instante y de pronto tanta gracia!