
A veces puede pasar que, en nuestra vida, la fe se vuelve algo rutinario. Cuando sucede, corremos el riesgo de empezar a «dar por hecho» mucho de lo que creemos. En definitiva, por increíble que parezca, nos acostumbramos a Dios. Y así dejamos de sorprendernos de que somos amados profundamente por Dios, de que nos perdona, de que nos espera en la Eucaristía.
Yo no había sido muy consciente de esta realidad hasta la semana pasada, cuando vi una serie documental en televisión que me abrió los ojos.
En este capítulo, que puedes ver completo aquí, un periodista se mudó a vivir 10 días en un Monasterio Benedictino de clausura en Argentina. Su objetivo era compartir el estilo de vida de los monjes: sus oraciones, trabajos, momentos de descanso, de lectura, las comidas, etcétera, y mostrarlo en televisión.
Sin embargo, este documental terminó siendo algo mucho más profundo. El periodista se encontró relatando una transformación espiritual que vivió, y su propio reencuentro con Dios. Como él mismo dice en un momento, «estando ahí, tenía que recorrer un camino interior».
Viviendo como monje, el corazón empieza a abrirse
Recuerda que los primeros días se impresionaba de los numerosos momentos de oración y que el silencio lo incomodaba. Varias veces comenta, a modo de broma: «que Dios me ayude».
Pero luego, poco a poco, su percepción va cambiando.
La humildad de cada uno de los monjes lo descoloca: empezando por el abad que se ofreció a llevar su valija apenas llegó, hasta el más joven, que le acercó una manzana pensando que podía tener hambre.
Cada reflexión y consejo que recibe de ellos, lo sorprende. No por sus palabras, sino porque él va comprobando que lo que le dicen es así: puede experimentar esas verdades dentro del monasterio.
Entendió que no solamente decían, por ejemplo, que somos todos hermanos, sino que lo demostraban cuidándose mutuamente como tales. Que no solamente afirmaban que la oración es un espacio de encuentro con Dios, sino que podía ver la alegría en sus rostros al levantarse a las 5 de la mañana para la primera oración del día. Que no solo dicen entregar su vida a los demás, sino que lo hacen: cuando alguien los requiere, dejan lo que estén haciendo para atenderlo. Y un gran etcétera.
A medida que el documental avanza, el asombro del periodista es mayor. Sus preguntas son cada vez más profundas, más íntimas. Les cuestiona sobre el perdón, la muerte y el sentido de la vida, sobre la confesión y la Misa. A momentos, hasta da la sensación de que se olvida que está grabando un programa para televisión.
Finalmente, antes de terminar su estadía en el monasterio, pide al abad que lo confiese, y el domingo comulga. Y afirma: «Suena raro, pero después de la confesión me sentí más a tono con el paisaje. La cabeza se me había ordenado, y todo lo que veía me parecía nuevo y mejor» Increíble. Casi sin que se diera cuenta, Dios lo había ido invitando de vuelta a su casa.
Y nosotros ¿cómo vivimos?
Inesperadamente, mi vida espiritual también salió un poco renovada después de ver ese documental. Encontrarme con la sorpresa del periodista cuando los sacerdotes le hablaban del perdón, del amor incondicional de Dios, de la vocación, del Cielo, hizo que me vuelva a sorprender yo también. Pero claro, ¡eso es lo que creo! ¡eso es lo que intento vivir!
Parece irónico, pero qué fácil nos acostumbramos a la grandeza de Dios.
Si te está pasando algo parecido, te recomiendo que veas el capítulo completo, para hacer, con el periodista, esta misma experiencia de «re-conversión».
No tiene desperdicio, hay mucho que no está contado en este artículo.
Para terminar, pienso en una frase de uno de los monjes que vive en ese Monasterio, que además es escritor: Mamerto Menapace: «No pidamos a Dios más maravillas, sino más capacidad para maravillarnos. La vida misma es un milagro». ¡Nuestra fe es un milagro!
Pidamos a Dios la capacidad de maravillarnos frente a Él, y nunca acostumbrarnos a su amor.
Artículo escrito por Catalina Gardey
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